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-¡Ah! -se dijo a sí mismo el abencerreje,- este joven y bizarro francés pide al Cielo algún señalado favor; el guerrero, célebre ya por su dénuedo, abre aquí su corazón a los pies del Señor del Cielo como el más humilde y obscuro de los hombres. Oremos, pues, también al Dios de los caballeros y de la gloria, Aben-Hamet iba a precipitarse sobre el mármol cuando descubrió a la luz de una lámpara algunos caracteres árabes y un versículo del Alcorán sobré una lápida medio rota. Los remordimientos se apoderaron de su corazón, y se apresuró a alejarse del lugar donde se creyera próximo a ser infiel a su religión y su patria.

El cementerio que rodeaba aquella antigua mezquita era una especie de jardín plantado de naranjos, cipreses y palmeras, y regado por dos fuentes en cuyo derredor se extendía un claustro. Aben-Hamet vio, al pasar por aquellos pórticos, una mujer que se disponía a entrar en la iglesia, y aunque se envolvía en un velo, reconoció a la hija del Duque de Santa Fe; detúvola y le dijo:

-¿Vienes a este templo en busca de Lautrec?

-Abandona tan vulgares celos-respondió Blanca;- si no te amase, te lo diría, porque sería indigno de mí el intento de engañarte. Vengo a orar por ti, pues tú sólo eres el objeto de mis preces, y la causa de que olvide mi alma por la tuya. O no debiste embriagarme en el veneno de tu amor, o debes prestarte, a servir al Dios a quien yo sirvo. Tú trastornas toda mi familia: mi hermano te aborrece, y mi padre está abrumado de amargura porque me niego a recibir un esposo. ¿No echas de ver que mi salud se deteriora? Mira ese asilo de la muerte: ¡está encantado! Pronto descansaré en él, si no te apresuras a recibir, mi fe en el altar de los cristianos, pues los ocultos combates que sufro minan lentamente mi vida, y la pasión que me inspiras no sostendrá siempre mi acá existencia; reflexiona, ¡oh, moro! que, para valerme de tu lenguaje, el fuego que sostiene la antorcha es también el fuego que la consume.

Esto dicho, Blanca entró en la iglesia, dejando a Aben-Hamet aterrado con sus últimas palabras.

La suerte estaba echada: el abencerraje se sentía vencido y próximo a renunciar los errores de su culto, pues harto tiempo había combatido, y el temor de ver morir a Blanca acallaba todos los demás sentimientos de su corazón. Después de todo -se decía,- ¿será el verdadero Dios el que adoran los cristianos? Mas, sea lo que fuere, ese Dios es el de las almas nobles, puesto que es el de Blanca, don Carlos y Lautrec.

Ocupado en estas ideas, esperaba con indiferencia el día siguiente para hacer conocer su resolución a Blanca, y trocar una existencia de tristeza y lágrimas por obra de alegría y felicidad. Llegó el día deseado, pero no habiendo podido pasar al palacio del Duque de Santa Fe hasta la tarde, supo que Blanca había ido con su hermano al Generalife, donde Lautrec daba una fiesta. Aben-Hamet, combatido de nuevas sospechas, voló en busca de Blanca: y Lautrec se sonrojó al verlo; por lo que respecta a don Carlos, lo recibió con una fria política que no excluía, sin embargo, cierta estimación.

Lautrec había hecho servir las más exquisitas frutas de España y Africa, en una de las salas del Generalife, llamada Sala de los Caballeros, en cuyas paredes se velan los retratos de los príncipes y caballeros vencedores de los moros: Pelayo, el Cid y Gonzalo de Córdoba; la espada del último Rey de Granada estaba colgada debajo de estos retratos. El moro disimulé su dolor, y se dijo interiormente como el león de la fábula, al mirar los retratos: «No somos nosotros los pintores.» El generoso Lautrec, al ver que los ojos del abencerraje se volvían a su pesar hacia la espada de Boabdil le dijo:

-Caballero, si hubiese previsto que me dispensaríais el honor de concurrir a esta fiesta, no os hubiera recibido en esta sala. Todos los días se pierde una espada, y yo he visto al más valiente de los reyes entregar la suya a su afortunado enemigo.

-¡Ah! -exclamó el moro, cubriéndose el rostro con su alquicel, -bien puede perderse una espada, como Francisco I; ¡pero perderla como Boabdil!...

Llegó la noche y habiéndose encendido las antorchas, la conversación mudó de giro. Todos pidieron a don Carlos que narrase el descubrimiento de Méjico, y él hablé de este mundo desconocido con esa pomposa elocuencia propia de la nación española; refirió las desgracias de Moctezuma, las costumbres de los americanos, los prodigios del esfuerzo castellano, y también las crueldades de sus compatriotas, que al parecer no le merecían ni vituperio ni elogio. Estas relaciones encantaban a Aben-Hamet, cuya pasión a las historias maravillosas revelaba claramente su sangre árabe. El trazó a su vez el cuadro del Imperio otomano, recientemente fundado sobre las ruinas de Constantinopla, no sin consagrar algunos tristes recuerdos al prirrier imperio de Mahoma: tiempo venturoso, en que el jefe de los creyentes vela brillar en su derredor a Zobeida, a Flor de Hermosura, a Fuerza de los Corazones, a Tormento y al generoso Ganem, esclavo por amor. Lautrec por su parte pintó la corte galante de, Francisco I; las artes renaciendo. en el seno de la barbarie; el honor, la lealtad y la caballería de los antiguos tiempos, unido a la cultura de los siglos civilizados; las torrecillas góticas adornadas con los órdenes de la Grecia, y las damas con galas realzando la riqueza de sus atavíos con la elegancia ateniense.

Terminados tan sabrosos coloquios, Lautrec, que deseaba, obsequiar la divinidad de aquella fiesta, tomó una guitarra y cantó unas sentidas estancias compuestas por élsobre un aire de las montañas de su país, y en las cuales expresaba los tiernos recuerdos que en su alma despertaba la perdida patria.

Al terminar la última estrofa, enjugó con su guante una lágrima que le arrancara la hermosa imagen de Francia. La amargura del bizacro prisionero se reflejó con viveza en el alma de Aben-Hamet, que lloraba como él la ausencia de su patria. Instado a su vez a que tomase la guitarra, se excusó diciendo que sólo sabía un romance desagradable a los cristianos.

-Si los infieles se lamentan en ese romance de nuestras victorias -replicó con desdén don Carlos, -podéis cantar, pues las lágrimas son permitidas a los vencidos.

-Sí- dijo Blanca, con la mayor delicadeza;- por eso nuestros padres, sometidos en otro tiempo al yugo de los moros, nos han legado tantas quejas.

Aben-Hamet cantó al fin una balada que había aprendido de un poeta, de la tribu de los abencerrajes, y en la que se suponía un diálogo entre Granada y el rey Don Juan.

 
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Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand   Las aventuras del último abencerraje
de Francois Auguste de Chateaubriand

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