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Siguieron primero una larga calle, que conservaba aún el nombre de una ilustre familia mora, y que terminaba en el recinto exterior de la Alhambra; atravesaron luego un bosque de olmos, y llegando a una fuente, halláronse en breve delante del recinto interior del palacio de Boabdil. Abríase en una muralla flanqueada de torres y coronada de almenas una puerta llamada la Puerta del Juicio: saludáronla, y entraron en un camino estrecho que serpenteaba, por decirlo así, entre altas murallas y medio arruinadas barracas. Este camino les condujo a la plaza de los Algibes, en cuyas inmediaciones hacía construir a la sazón Carlos V un palacio. Volviendo desde allí hacia el Norte, se detuvieron en un patio desierto al pie de una, muralla sin adorno alguno y maltratada por el tiempo. Aben-Hamet, apeándose con extraña celeridad, ofreció su mano a Blanca para que bajase de su hacanea. Los criados que les seguían llamaron a una puerta abandonada, cuyo umbral obstruía la hierba; abrióse, y dejó ver los ocultos recintos de la Alhambra.

Todos los encantos, todos los recuerdos de la patria, mezclados a los prestigios del amor, asaltaron el corazón del último abencerraje. Inmóvil y mudo, recorría con atónitas miradas aquella mansión de los genios, y se creía trasladado a la entrada de uno de esos Palacios cuyas descripciones leemos en los cuentos árabes. Ofrecíanse por do quiera a los ojos de Aben-Hamet ligeras galerías, canales de mármol blanco, bordados de limoneros y de naranjos en flor, sonoras fuentes y solitarios patios, y a través de las dilatadas bóvedas de los Pórticos descubríanse nuevos laberintos y nuevas maravilla, al paso que el azul del más hermoso cielo se dejaba ver entre las columnas que sostenían una larga serie de arcosgóticos. Las paredes, cargadas de arabescos, se asemejaban a esas telas de Oriente que borda en el hastío del harem el ingenioso capricho de una esclava.

La voluptuosidad, la religión y el espíritu guerrero respiraban en aquel magnífico edificio, especie de santuario del amor, misterioso retiro donde los reyes moros disfrutaban de todos los placeres, y olvidaban todos los deberes de la vida.

Después de algunos instantes de sorpresa y silencio, los dos amantes entraron en aquella mora da del poder desvanecido y de las pasadas felicidades. Primero dieron la vuelta a la sala de los Mesucar, en medio del perfume de las flores y de la frescura de las aguas, y luego penetraron en el patio de los Leones: la emoción de Aben-Hamet aumentaba por momentos.

-Si no inundases mi alma de delicias -dijo al fin a Blanca,- ¡con cuánta amargura me vería obligado a pedirte, a ti, española, la historia, de estos encantados asilos! ¡Ah! ¡estos lugares han sido fabricados para servir de templo-,! la felicidad, en tanto que yo...!

Al decir esto, Aben-Hamet vio el nombre de Boabdil incrustado en unos mosaicos:

-¡Oh rey mío! -exclamó,- ¿qué es de ti? ¿Dónde te hallaré en tu desierta Alhambra? Y las lágrimas de la lealtad y del honor anegaron los ojos del joven moro.

Vuestros antiguos señores, o por mejor decir, los reyes de vuestros padres, fueron unos ingratos dijo Blanca.

-¿Qué importa -repuso el abencerraje,- si fueron tan desgraciados?

Esto dicho, Blanca le condujo a un gabinete que parecía ser el santuario del amor. Nada igualaba la elegancia de aquel año; la bóveda entera, pintada azul y oro y compuesta de arabescos a cielo abierto, daba paso a la luz como a través de un tejido de flores. Una bulliciosa fuente brotaba en medio del edificio, y sus aguas, que bajaban a manera de menudo rocío, caían en una vistosa concha de alabastro.

-Aben-Hamet -dijo la hija del Duque de Santa Fe,- mira bien esta fuente, que recibió las desfiguradas cabezas de los abencerrajes. Aún ves sobre él mármol las manchas de sangre de los desgraciados a quienes Boabdil sacrificó a sus crueles sospechas; porque. así se trata en tu país a los seductores de las mujeres crédulas.

Empero Aben-Hamet no escuchaba ya a Blanca, pues habiéndose arrodillado, besaba con respeto las señales de la sangre de sus antepasados; levantóse a poco, y exclamó entusiasta:

-¡Oh, Blanca! te juro por la sangre de estos caballeros, amarte con la constancia, la fidelidad y la vehemencia de un abencerraje.

 
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Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand   Las aventuras del último abencerraje
de Francois Auguste de Chateaubriand

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