Aben-Hamet, puesto de hinojos, adoró algunos instantes a Blanca con más fervor que al Cielo, y salió sin articular palabra. Aquella misma noche se encaminó a Málaga, donde se embarcó en un bajel que debía tocar en Orán, en cuyas inmediaciones halló acampada la caravana, que saliendo anualmente de Marruecos, atraviesa el Africa, pasa a Egipto y se reune en el Yemen a la de la Meca. Aben-Hamet se confundió entre los peregrinos.
Blanca, cuya existencia había corrido graves peligros, recobró la vida. Lautrec, fiel a la palabra que había empeñado al abencerraje, se alejó para nunca turbar con una sola palabra, de amor o de dolor la habitual melancolía de la hija del Duque de Santa Fe. Todos los años iba ésta a vagar por las montañas de Málaga, en la época en que su amante acostumbraba regresar de Africa; sentábase en las mismas rocas, miraba tristemente el mar y los lejanos bajeles, volvía en silencio a Granada y pasaba sus días entre las ruinas de la Alhambra. Y como ni se quejaba, ni lloraba, ni hablaba nunca de Aben-Hamet, cualquier extraño la hubiera juzgado feliz. Sobrevivió a su familia, pues su padre murió de pesar y don Carlos perdió la vida en un duelo en que Lautrec le había servido de padrino. Por lo que toca a Aben-Hamet, su paradero quedó enteramente ignorado.
Cuando se sale de Túnez por la puerta que conduce a las ruinas de Cartago, se encuentra un cementerio en el cual, debajo de una palmera y en uno de sus ángulos, me fue mostrado un sepulcro conocido con el nombre, de El sepulcro del último abencerraje. Nada tiene digno de atención; la losa sepulcral está intacta, aunque según la costumbre morisca, se ha practicado en medio de ella una ligera excavación. Las aguas llovedizas se reunen en el fondo de esta copa fúnebre, y sirven en aquellos ardientes climas para aplacar la sed de las avecillas del cielo.