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-Me amáis -replicó con viveza Blanca, uniendo sus manos y levantando al cielo sus miradas-. Pero ¿habéis pensado que sois un infiel, un moro, un enemigo, y que yo soy cristiana y española?

-¡Oh, santo Profeta! -repuso Aben- Hamet,- ¡sé testigo de mi juramento!...

Blanca lo interrumpió, y le dijo: -¡Qué asenso podré conceder a los juramentos de un perseguidor de mi Dios? ¿Sabéis si os amo? ¿Quién os ha autorizado para usar conmigo semejante lenguaje?

Aben-Hamet respondió consternado: -¡Es verdad! Sólo soy tu esclavo, puesto que aún no has hecho de mí tu caballero.

-¡Moro! -respondió Blanca, -abandona la astucia; harto has leído en mis ojos que te amo; la pasión que me inspiras es ilimitada; sé, pues, cristiano, y nada podrá impedirme ser tuya. Mas, si la hija del Duque de San Fe se atreve a hablarte con tanta franqueza, debes juzgar por esta misma causa que sabrá dominarse, y que nunca, nunca un enemigo de los cristianos tendrá derecho alguno sobre ella.

Aben-Hamet, en un arranque de pasión, tomó las manos de Blanca, las puso sobre su turbante y luego sobre su corazón, exclamando:

-¡Alá es poderoso, y feliz Aben-Hamet! ¡Oh, Mahomet! conozca tu ley esta cristiana, y nada podrá...

-¡Blasfemo! -dijo Blanca, alejémonos de aquí!

Esto dicho, se apoyó en el brazo del moro, y se acercó a la fuente de los Doce Leones que da su nombre a uno de los patios de la Alhambra. -¡Extranjero! -dijo la sencilla española, -cuando miro tu traje, tu turbante y tus armas, y pienso en nuestros amores, paréceme ver la sombra del gallardo abencerraje paseando este abandonado retiro con la desventurada, Alfaïma. Descíframe la inscripción árabe grabada sobre el mármol de esta fuente.

Aben-Hamet leyó estas palabras:

La bella princesa que pasea, cubierta de perlas, en su jardín, aumenta tan prodigiosamente su hermosura... El resto de la inscripción estaba borrado.

-Esta inscripción ha sido escrita para ti, sultana amada -dijo Aben-Hamet,- nunca estos palacios se ostentaron tan hermosos en su juventud, cual se muestran hoy en sus ruinas. Escucha el blando rumor de las fuentes cuyas aguas ha desviado el musgo; mira esos jardines que se divisan a través de estas arcadas medio destruidas; contempla el astro del día que se oculta más allá de todos estos pórticos: ¡cuán dulce es vagar contigo por estos lugares! Tus palabras embalsaman estos asilos, como las rosas del himeneo. ¡Con qué encanto reconozco en tu lenguaje algunos acentos del idioma de mis padres! El ligero roce de tu vestido sobre estos mármoles me causa un delicioso estremecimiento; el ambiente debe sus perfumes al leve contacto de tus cabellos. Eres hermosa como el genio de mi patria en medio de estas ruinas. Pero, ¿puede Aben-Hamet prometerse fijar tu corazón? ¿Qué es a tu lado? Ha recorrido los montes con su padre, y conoce las plantas del desierto... mas ¡ay! no hay una sola que baste a curarle, de la herida que le has causado; lleva armas, y sin embargo, no es caballero. Yo me decía en otro tiempo: El agua del mar que duerme al abrigo del viento en la concavidad un peñasco, se muestra sosegada y muda, en tan que en su derredor la anchurosa mar se agita con estruendo, ¡Aben-Hamet! así se deslizará tu existencia, silenciosa, tranquila, ignorada en un rincón de desconocida tierra, mientras la corte del sultán se verá conmovida por las tempestades de la ambición. Esto me decía interiormente, joven cristiana pero tú me has demostrado que la tormenta pued agitar también la gota de agua dormida en la concavidad de un peñasco.

Extasiada escuchaba Blanca este lenguaje, nuevo para ella; lenguaje cuyo giro oriental se adaptaba tan maravillosamente a la mansión de las hadas, que con su amante recorría. El amor penetraba sin resistencia en su corazón; sentía vacilar sus rodillas, y se veía precisada a apoyarse más fuertemente en el brazo de su apasionado guía. Aben-Hamet sostenía la dulce carga, y repetía marchando: -¡Ah! ¿por qué no soy un brillante abencerraje ?

-En ese caso os amaría menos -dijo Blanca; porque me sentiría más atormentada o inquieta: permaneced en la obscuridad y vivid para mí, pues es harto frecuente que un famoso caballero olvide el amor por la celebridad.

-No tendrías que temer semejante peligro- replicó con viveza Aben-Hamet.

-¿Y cómo me amaríais si fueseis un abencerraje? -preguntó la descendiente de Jimena.

-Te amaría -respondió el moro,-más que a la gloria y menos que al honor.

El sol se había ocultado en el horizonte durante el paseo de los dos amantes, que habían recorrido toda la Alhambra. ¡Qué recuerdos se habían presentado a la imaginación de Aben-Hamet! Aquí la sultana recibía por medio de unos respiraderos el humo de los perfumes que a su planta se quemaban; allí, en aquel apartado asilo, se ataviaba con todas las pompas del Oriente. Y Blanca, una mujer adorada, refería estos pormenores al apuesto joven a quien idolatraba.

La luna se levantó y esparció su dudosa claridad e n los abandonados santuarios y en los desiertos pavimentos de la Alhambra. Sus plateados rayos dibujaban sobre el césped de los vergeles y en las paredes de las salas los caprichosos perfiles de una arquitectura aérea, las bóvedas de los corredores, la movible sombra de las saltadoras aguas y la de los arbustos mecidos por el céfiro. Cantaba el ruiseñor en un ciprés que atravesaba las cúpulas de una ruinosa mezquita, y los ecos repetían sus amorosas quejas. Aben-Hamet escribió a la claridad del astro de la noche el nombre de Blanca en los mármoles de la gala de las Dos Hermanas, y lo trazó en caracteres árabes, para que el viajero adivinase un misterio más en aquel palacio de los misterios.

-Moro -dijo Blanca,- estos lugares son crueles; huyamos de ellos. El destino de mi vida, es irrevocable; graba, pues, en tu memoria estas palabras: Musulmán, seré tu amante sin esperanza cristiano, será tu esposa feliz.

Aben-Hamet respondió: -Cristiana, seré tu desconsolado esclavo; musulmana, seré tu afortunado esposo.

Y los nobles amantes salieron de aquel peligroso palacio.

La pasión de Blanca aumentaba de día en día, y la de Aben-Hamet se acrecentaba con la misma violencia. Causábale tal encanto verse amado por sí solo, y no deber a ninguna causa extraña los sentimientos que inspiraba, que no reveló el secreto de su nacimiento a la hija del Duque de Santa Fe, pues se gozaba en el delicado placer de participarle que llevaba un nombre ilustre, el día mismo en que accediese a hacerle señor de su mano. Pero fue súbitamente llamado a Túnez, porque su madre, acometida de una enfermedad mortal, quería, abrazarlo y bendecirlo antes de expirar. Aben-Hamet se presentó en el palacio de Blanca, y le dijo:

-Sultana, mi madre, próxima a la muerte, me pide vaya a cerrar sus ojos. ¿Me conservarás tu amor?

-¡Me abandonas! -respondió Blanca palideciendo. -¿Tornaré a verte?

-¡Vén! -dijo Aben-Hamet, quiero exigirte un juramento, y hacerte otro que sólo la muerte podrá romper. ¡Sígueme!

 
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Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand   Las aventuras del último abencerraje
de Francois Auguste de Chateaubriand

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