https://www.elaleph.com Vista previa del libro "Las aventuras del último abencerraje" de Francois Auguste de Chateaubriand (página 8) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Sábado 25 de mayo de 2024
  Home   Biblioteca   Editorial   Libros usados    
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
Páginas 1  2  3  4  5  6  7  (8)  9  10  11  12  13  14 
 

Salieron en efecto, y a poco llegaron a un antiguo cementerio moruno, donde se veían esparcidas sin orden algunas pequeñas columnas fúnebres, en cuyo derredor había en otro tiempo representado el escultor un turbante, que más tarde reemplazaron los cristianos con una cruz. Aben-Hamet llevó a Blanca al pie de aquellas columnas, y le dijo:

-¡Blanca! aquí descansan mis antepasados: yo te juro por sus cenizas amarte hasta, el día en que el Angel del Juicio me llama al tribunal de Alá; te prometo no entregar mi corazón a otro, mujer, y tomarte por esposa cuando hayas conocido la santa luz del Profeta. Todos los años regresaré a Granada en esta época, para ver sí me has guardado fe, y si quieres renunciar a tus errores.

-Y yo -respondió Blanca anegada en lágrimas -te esperaré todos los años; te guardaré hasta mi último suspiro la fe que te he jurado, y te recibirá por mi esposo cuando el Dios de los cristianos, más poderoso que la mujer que te ama, haya tocado tu infiel corazón.

Aben-Hamet partió, y los vientos lo llevaron a las costas africanas; su madre acababa de expirar, y él joven héroe abrazó llorando su lecho mortuorio. Los meses se deslizan rápidos, y ora vagando entre las ruinas de Cartago, ora sentado sobre el sepulcro de San Luis, el desterrado abencerraje recuerda impaciente el día en que debe volver a Granada. Este día brilla al fin, y Aben-Hamet dirige a Málaga la proa de su nave. ¡Con qué arrebato, con qué alegría, no ajena de temor, descubrelos primeros promontorios de España! ¿Lo esperará Blanca en aquellas costas? ¿Se acordará aún del obscuro árabe, que no cesó de adorarla bajo la palmera del desierto?

La hija del Duque de Santa Fe no era infiel a sus juramentos. Habiendo pedido a su padre que la llevase a Málaga, seguía con la vista, desde lo alto de las montañas que ceñían la inhabitada playa, los lejanos bajeles y las fugitivas velas. Cuando rugían las tempestades, contemplaba con crueles zozobras el mar concitado por los vientos, siéndole entonces grato perderse con la fantasía en las nubes, exponerse en los lugares peligrosos, sentirse bañada por las mismas olas y envuelta en los mismos torbellinos que amenazaban los días de Aben-Hamet. Cuando veía la chillona gaviota desflorar las olas con sus grandes y corvas alas, y volar hacia las playas africanas, la hacía mensajera de todas esas palabras de fuego y de todos esos votos fervientes que brotan de un corazón devorado por el amor.

Vagando cierto día por las arenas de la playa, descubrió una larga barca, cuya alta popa, inclinado mástil y vela latina, anunciaban el elegante genio de los moros. Blanca corrió al puerto, y poco después ve entrar la embarcación berberisca, que convertía en blanca espuma las olas a la rapidez de su curso. Un moro, vestido con un soberbio ropaje, se mostraba en pie en la proa, y a su espalda dos esclavos negros detenían por el freno a un caballo árabe, cuyas humeantes narices y sueltas crines anunciaban a la vez su natural fogoso y el temor que le causaba el estruendo de las olas. La barca se aproxima, amaina sus velas, aborda al muelle y presenta su costado: el ágil moro salta a la orilla, y ésta resuena al rumor de sus armas. Los esclavos hacen salir al atigrado corcel, que relincha y se encabrita lleno de alegría al hallar tierra. Otros esclavos desembarcan pausadamente una cesta en que descansaba una gacela acostada entre hojas de palmera, y cuyas delgadas piernas estaban atadas y dobladas bajo su cuerpo, para evitar se fracturasen por los balances de la barca; llevaba un collar de granos de áloe, y en una chapa de oro que servía para unir ambas extremidades del collar, veíanse grabados en árabe un nombre y un talismán.

Blanca reconoció al punto a Aben-Hamet; pero no atreviéndose a delatarse a los ojos de la multitud, se retiró y envió a Dorotea, una de sus doncellas, a que advirtiese al abencerraje que lo esperaba en el palacio de los moros. Aben-Hamet presentaba en aquel momento al gobernador su firman, escrito con caracteres azules sobre una preciosa vitela y encerrado en un forro de seda; acercése luego Dorotea, y condujo al venturoso abencerraje a los pies de Blanca. ¡Cuán viva y recíproca alegría experimentaron al hallarse, fieles a sus juramentos! ¡Qué felicidad, la de tornar a verse después de tan larga separación! ¡Qué nuevas protestas de eterno amor!

 
Páginas 1  2  3  4  5  6  7  (8)  9  10  11  12  13  14 
 
 
Consiga Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand   Las aventuras del último abencerraje
de Francois Auguste de Chateaubriand

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2024 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com