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Mas, ¡ay! en vez del marcial sonido de los añafiles, del eco de las trompetas y de los cantos del amor, reinaba un silencio profundo en torno de AbenHamet. La muda ciudad había cambiado de habitantes, y los vencedores descansaban en el lecho de los vencidos.

-¡Los altivos españoles -exclamó el joven é indignado moro,- duermen a la sombra de los techos de que han desterrado a mis abuelos! ¡Y yo, abencerraje, velo desconocido, solitario y abandonado, a la puerta del palacio de mis padres!

Y reflexionaba sobre la instabilidad de los destinos humanos, sobre las vicisitudes de la fortuna, sobre la caída de los imperios, y en fin, sobre aquella Granada sorprendida por sus enemigos en medio de sus, placeres, y trocando repentinamente sus guirnaldas de flores por rudas cadenas; parecíale ver a sus pobladores abandonando sus hogares en traje de fiesta, a manera de los convidados que, en medio del regocijo de un banquete, son de improviso expulsados, por un incendio, de la sala del festín.

Todas estas imágenes, todos estos pensamientos se aglomeraban en el alma de Aben-Hamet, que lleno de dolor y pesar, se proponía realizar el proyecto que le había llevado a Granada. El Abencerraje se había extraviado, y se hallaba lejos del kan, en un retirado arrabal de la ciudad. Todo dormía; ningún rumor interrumpía el silencio de las calles; las puertas y, las ventanas estaban cerradas, y sólo el canto del gallo anunciaba en la habitación del pobre la vuelta de los trabajos y los pesares.

Después de haber vagado mucho tiempo sin serle posible volver a hallar su primer camino, Aben-Hamet oyó entreabrirse una puerta, y fijando en ella su vista, vio salir una joven vestida casi como esas reinas góticas esculpidas en los monumentos de nuestras antiguas abadías. Su corpiño negro, adornado de azabaches, oprimía su esbelta cintura; su saya corta, estrecha y sin pliegues, descubría una torneada pierna y un lindo pie; una mantilla, negra también, envolvía su gentil cabeza, y con la mano izquierda cruzaba y cerraba su mantilla bajo la barba, de tal suerte, que no se descubrían de su rostro sino los rasgados ojos y la sonrosada boca. Acompañábala una dueña, un escudero la precedía llevando en la mano un devocionario, y dos pajes, adornados con sus colores, seguían a escasa distancia a la bella incógnita, que se dirigía a la oración matutina, a la que convocaba el tañido de la campana de un vecino monasterio.

Aben-Hamet creyó ver en aquella aparición al ángel Israfil o la más joven de las Huríes. No menos sorprendida miraba la española al abencerraje, cuyo turbante, traje y armas, daban nuevo realce a su apuesto continente. Repuesta de su primer asombro, hizo al extranjero una señal para que se acercara, con esa gracia y ese desembarazo que caracterizan a las mujeres de aquel país.

-Señor moro- le dijo,- paréceme sois recién llegado a Granada, ¿acaso os habéis extraviado?

-Sultana de las flores -repuso Aben-Hamet; delicia de los ojos de los hombres, ¡oh, esclava cristiana! más hermosa que las vírgenes de la Georgia, tú lo has adivinado: soy extranjero en esta ciudad querida, y habiéndome perdido entre estos palacios, no he podido volver al kan de los moros. ¡Toque Mahoma tu corazón, y recompense tu hospitalidad!

-Proverbial es la galantería de los moros -respondió la española con la más dulce sonrisa,- pero ni soy sultana de las flores, ni esclava, ni me satisface verme recomendada a Mahoma. Seguidme, señor caballero, y os acompañaré al kan de los moros.

Y marchando con ligero paso delante del abencerraje, le condujo hasta la puerta del kan, que le mostró con la mano; pasó a espaldas de un palacio y desapareció.

¡De cuán poco depende la paz de nuestra vida! La patria no ocupa ya sola y por entero el alma de Aben-Hamet: Granada no es a sus ojos un desierto, una ciudad abandonada, viuda y solitaria; es más cara a su corazón que antes, pues un nuevo prestigio embellece sus ruinas, porque al recuerdo de sus mayores mézclase ahora otro encanto. Aben-Hamet había descubierto el cementerio en que descansaban las cenizas de los abencerrajes; pero al orar, al prosternarse, al derramar por su memoria filiales lágrimas, piensa que la joven española ha pasado alguna vez sobre aquellos sepulcros, y sus antepasados, aunque difuntos, le parecen felices.

En vano intenta ocuparse exclusivamente de su peregrinación al país de sus padres; en vano recorre las colinas del Darro y del Genil, para recolectar plantas al amanecer, pues la flor que ahora busca es la hermosa cristiana. ¡Cuán inútiles esfuerzos ha hecho ya para volver a hallar el palacio de su encantadora! ¡Cuántas veces ha intentado volver a pasar las calles que le hiciera recorrer su divino guía! ¡Cuántas ha creído reconocer el tañido de aquella campana y el canto de aquel gallo que oyera no lejos de la morada de la peregrina española! Alucinado por iguales rumores, corre presuroso al paraje donde se escucharan; mas el mágico palacio no se presenta a su vista. Y acaecíale también que el uniforme traje de las granadinas le inspiraba una fugaz esperanza, porque a cierta distancia todas las cristianas se parecían a la señora de su corazón, y era el caso que miradas de cerca, ni una siquiera atesoraba su hermosura y sus gracias. Aben-Hamet había recorrido las iglesias para descubrir la extranjera, y hasta había penetrado en las sepulturas de Fernando e Isabel, siendo éste el más costoso sacrificio que hasta entonces hiciera en aras del amor.

Cierto día herborizaba en el valle del Darro. La colina meridional sostenía en su florida pendiente las murallas de la Alhambra y los jardines del Generalife, y la septentrional estaba decorada por el Albaycín, por risueños vergeles y por grutas habitadas por un pueblo numeroso. A la extremidad occidental del valle descubríanse los campanarios de Granada, que descollaban agrupados sobre las encinas y los cipreses, y en la oriental veíanse sobre las crestas de los peñascos, conventos, ermitas, algunas ruinas de la antigua Iliberia, y allá en lontananza las erguidas cumbres de Sierra Nevada. El Darro corría por el centro del valle y presentaba a lo largo de su corriente pintorescos molinos, sonoras cascadas, los rotos arcos de un acueducto romano, y los restos de un puente morisco.

Aben-Hamet no era a la sazón ni bastante desgraciado ni bastante dichoso para disfrutar de lleno los encantos de la soledad, por lo cual recorría distraído o indiferente aquellas encantadoras márgenes. Mas he aquí que marchando a la ventura, y siguiendo una espesa alameda que rodeaba la colina de Albaycín, no tardó en mostrarse a sus ojos una casa de campo, rodeada de un bosquecillo de naranjos, en cuya inmediación oyó los sonidos de una voz y una guitarra. Existen tan misteriosas relaciones entre la voz, el rostro y las miradas de una mujer, que nunca se equivoca en tales materias el hombre a quien el amor tiraniza.

-¡Es mi hurí! -exclamó ebrio de gozo Aben-Hamet, y aplicando atento oído con él corazón palpitante, los latidos de éste se aceleraban al nombre de los abencerrajes, muchas veces repetido. La desconocida cantaba un romance castellano en que se pintaba la historia de los abencerrajes y zegríes.

Aben-Hamet no pudo resistir su emoción, y saltando una cerca de mirtos, fue a dar en medio de un grupo de apuestas y jóvenes damas, que asustadas a tan extraña y no imprevista aparición, apelaron a la fuga con no pequeña gritería. Mas, la española que acababa de cantar y que aún tenía la guitarra, exclamó, sin dar muestra alguno, de susto;

-¡Es el señor moro! -Y llamó a sus tímidas compañeras.

 
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Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand   Las aventuras del último abencerraje
de Francois Auguste de Chateaubriand

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