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La sencillez de las quejas que expresaban los versos habían conmovido hasta al orgulloso don Carlos, a pesar de las imprecaciones lanzadas contra los cristianos. Mucho deseaba que no se le instase a cantar; pero creyó que la cortesanía le obligaba a ceder a los ruegos de Lautrec. Aben-Hamet entregó, pues, la guitarra al hermano de Blanca, que celebró las proezas del Cid, su ilustre antepasado.

Don Carlos hablase mostrado tan altivo, y era tan varonil y robusto el acento de su canto, que se hubiera podido tomarle por el mismo Cid. Lautrec participaba del entusiasmo guerrero de su amigo, pero el abencerraje palideció al nombre del héroe castellano.

-Ese caballero -dijo,- que los cristianos apellidan la Flor de las batallas, lleva entre nosotros el renombre de cruel. ¡Si su generosidad hubiese rivalizado con su valor!...

-Su generosidad -replicó impaciente don Carlos, interrumpiendo al moro,- excedía a su valor, y sólo los musulmanes pueden calumniar al esforzado adalid a quien mi familia debe la vida.

-¿Qué dices? -exclamó Aben-Hamet, levantándose al punto del asiento en que estaba medio acostado,- ¿cuentas al Cid entre tus progenitores?

-Su noble sangre circula por mis venas -replicó don Carlos;- la reconozco en el odio que arde en mi corazón contra los enemigos de mi Dios.

-¡Así, pues -dijo Aben-Hamet, mirando a Blanca,- eres de la sangre de los Vivar, que después de la conquista de Granada invadieron los hogares de los desgraciados abencerrajes, y dieron la muerte a un anciano caballero de este nombre, que quiso defender el sepulcro de sus abuelos,!

-¡Moro ! -gritó don Carlos lleno de despecho, sabe que no me dejo interrogar. Si poseo hoy los despojos de los abencerrajes, mis antepasados los han conquistado a precio de su sangre, y sólo los deben a su espada.

-¡Una palabra más! -dijo Aben-Hamet con creciente emoción:- he ignorado en mi destierro que los Vivar se adornasen con el título Santa Fe, y he aquí la causa de mi error.

-Ese título -repuso don Carlos, -fue conferido a ese mismo Vivar, vencedor de los abencerrajes, por Fernando el Católico.

-La cabeza del apasionado doncel se inclinó sobre su pecho y permaneció inmóvil en pie en medio de don Carlos, de Lautrec y de Blanca, estupefactos. Dos torrentes de lágrimas brotaron súbitamente de sus ojos sobre el puñal que brillaba en su cintura.

-Perdonadme dijo después de algunos momentos de silencio: -bien sé que el llanto es indigno le los hombres; de hoy más nadie será testigo de mis lágrimas, aunque mi destino sea derramar muchas; escúchame, Blanca, el amor quo te profeso compite con el ardor de los vientos abrasadores de la Arabia. Yo estaba vencido, pues no me era posible vivir sin ti. Ayer, la vista, de este caballero francés en oración y tus palabras en el cementerio del templo, me habían hecho tomar la resolución de conocer a tu Dios y ofrecerte mi fe.

Un movimiento de alegría en Blanca, y otro de sorpresa en don Carlos, interrumpieron a Aben-Hamet. Lautrec ocultó el rostro en sus manos; pero el moro, que leyó su pensamiento, le dijo con desgarradora sonrisa:

-¡Caballero! No perdáis la esperanza, y tú, Blanca ¡llora, eternamente sobre el último abencerraje! Blanca, don Carlos y Lautrec levantaron a la vez sus manos al cielo, exclamando:

-¡El último abencerraje! Un profundo silencio sucedió a estas palabras: el temor, la esperanza, el odio, el amor, la admiración, y los celos agitaban todos los corazones. Blanca cayó de rodillas y exclamó:

-¡Dios de bondad! Tú justificas mi elección: yo no podía amar sino a un descendiente de héroes.

-Hermana mía -dijo irritado don Carlos,- ¡no olvides que estás en presencia de mi amigo Lautrec!

-Don Carlos -respuso Aben-Hamet,- moderado vuestro enojo; mi deber es restituiros la paz que involuntariamente os he robado. Y dirigiéndose a Blanca, que había vuelto a sentarse, le dijo:

-¡Huri celestial, genio del amor y de la hermosura, Aben-Hamet será tu esclavo hasta exhalar su postrer suspiro! Pues bien: conoce ya toda la extensión de mi infortunio. El anciano inmolado por tu abuelo al defender sus hogares, era el padre de mi padre: añade a este secreto otro que te había ocultado, o por mejor decir, que tú me habías hecho olvidar. Cuando vine la primera vez a visitar esta triste patria, era mi principal objeto buscar algún descendiente de los Vivar, que pudiese responderme de la sangre injustamente derramada por sus padres.

-¡Y bien! -preguntó Blanca con el acento de dolor, pero sostenida por el esfuerzo de un alma elevada,- ¿cuál es ahora tu resolución?

-La única digna de ti -respondió Aben-Hamet: -dar por nulos tus juramentos, satisfacer, mediante mi eterna ausencia y mi muerte, a lo que uno y otro debemos a la enemistad de nuestros dioses, a la de nuestra respectiva patria y a la de nuestras familias. Si mi imagen se borra algún día de tu corazón, si el tiempo que lo destruye todo, arrancase a tu memoria mi recuerdo... este caballero francés... debes a tu hermano este sacríficio.

Lautrec se levantó con impetuosidad, y arrojándose en brazos del moro, le dijo:

-¡Aben-Hamet! No esperes vencerme en generosidad; soy francés, Bayardo me armó caballero, he vertido mi sangre en defensa de mi rey, y seré como mi príncipe y mi padrino, sin tacha y sin reproche. Si permaneces entre nosotros, suplico desde ahora a don Carlos te conceda la mano de su hermana, y si abandonas a Granada, nunca importunaré a tu amante con palabras de amor. No llevarás a tu destierro la funesta idea de que Lautrec, insensible a tu virtud, aspira a utilizar tu desgracia.

Y el francés estrechaba al moro sobre su pecho, con el calor y la viveza del carácter de su nación.

-¡Caballeros! -dijo a su vez don Carlos,- no esperaba menos de vuestras ilustres razas. Aben-Hamet, ¿en qué señal podré reconoceros por el último abencerraje?

-¡En mi conducta! -replicó Aben-Hamet.

-La admiro y respeto -dijo el español; -pero antes de explicarme mostradme alguna señal de vuestro nacimiento.

Y Aben-Hamet sacó de su pecho el anillo hereditario de los abencerrajes, que llevaba pendiente de una cadena de oro.

Don Carlos alargó entonces la mano al desventurado, diciéndole:

-¡Señor! Os tengo por un noble y verdadero hijo de reyes. Mucho me honran vuestros proyectos sobre mi familia y acepto desde luego el combate que en secreto habíais venido a buscar. Si quedo vencido, todos mis bienes, que en otro tiempo fueron vuestros, os serán fielmente devueltos: mas si renunciáis al propósito de combatir aceptad a vuestra vez lo que os ofrezco: sed cristiano y recibid la mano de mi hermana, que Lautrec me ha pedido para vos.

La tentación era terrible, mas no superior a las fuerzas de Aben-Hamet. Si el amor hablaba con toda su fuerza a su corazón, miraba por otra parte con espanto la idea de mezclar la sangre de los perseguidores con la de los perseguidos. Creía ver salir del sepulcro la sombra de sus abuelos para maldecir esta sacrílega alianza. Traspasado de dolor, exclamó al fin:

-¡Ah! Un cruel destino quiso presentarme aquí tantas almas sublimes, tantos caracteres generosos, para hacerme sentir más lo que pierdo. ¡Decida, Blanca, y diga lo que debo hacer para mostrarme más digno de su amor!

Blanca exclamó: Vuelve al desierto!- Y cayó desmayada.

 
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Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand   Las aventuras del último abencerraje
de Francois Auguste de Chateaubriand

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