Estaban aún lejos de tierra cuando
Elisa volvió a abrir los ojos. Pensó que debía estar
soñando, tan extraño era el ser transportada por los aires a semejante altura sobre el mar. Encontró a su lado un ramo de hermosas fresas maduras, y un manojo de sabrosas raíces, que su hermano menor había recogido para ella, y por los cuales agradeció al joven con una sonrisa. Sabía que era él quien volaba por sobre su cabeza, dándole sombra. Tan alto iban que el primer barco que se presentó a la vista parecía una gaviota flotando sobre el agua. Detrás de ellos apareció una nube grandiosa como una montaña, y Elisa vio proyectada sobre esa nube su propia sombra y las de los once cisnes, como si fueran de gigantes. Era el cuadro más hermoso que la joven había visto nunca, pero al ascender más el sol en el cielo, la nube se fue quedando atrás y la imponente visión desapareció.
Siguieron volando todo el día, como flechas que cruzaran el aire silbando. Sin embargo, su vuelo era más lento que de costumbre, por el peso que tenían que llevar.
Elisa vio con horror que se acercaba una
tormenta, y también la noche. El sol estaba por ponerse y la solitaria roca no se veía por ninguna parte. Los cisnes parecían estar empleando todas sus energías en el vuelo. En cuanto el sol se ocultara, ellos volverían a ser hombres y se precipitarían al mar, y perecerían todos ahogados sin remedio. Elisa rogó a Dios con todo su corazón, pero el islote siguió sin aparecer. Las nubes negras se iban amontonando, y fuertes ráfagas de viento presagiaban la borrasca inminente. Los relámpagos empezaron a seguirse rápidamente unos a otros.
Ya llegaba el sol al borde del mar, y el corazón de Elisa temblaba de miedo, cuando de pronto los cisnes se precipitaron hacia abajo con tal celeridad que pareció que iban cayendo. Luego volvieron a levantar el vuelo. El sol estaba ya hundido a medias en el horizonte.
En ese momento, por primera vez, Elisa divisó la pequeña roca, no mayor a primera vista que una vela sobre la superficie del mar. No tardó en sentir bajo sus pies la tierra firme, en el momento en que el sol se apagaba como las últimas chispas de un trozo de papel ardiendo.
Los once hermanos rodearon a la
niña, codo con codo, mientras las olas batían el peñasco, empapándolos como un furioso aguacero. No había más espacio que el indispensable para todos. El cielo se iluminaba con continuos relámpagos, y al retumbar de un trueno seguía el de otro, pero los doce jóvenes se sostenían tomados de la mano y entonando un salmo que los confortaba y les daba energía y valor.
Pasó por fin la noche, salió el sol otra vez, y los cisnes volaron del islote llevándose a Elisa. El mar estaba encrespado todavía; su blanca espuma daba la impresión, desde las alturas, de millones de cisnes que flotaran sobre las olas.