El hada tocó la mano de Elisa, y su
contacto fue como el de una brasa ardiente al despertar la niña. Ya era pleno día, y al lado de donde había dormido Elisa se veía una ortiga como las de su sueño. Agradeciendo a Dios de rodillas, la joven abandonó la caverna para ir a comenzar su tarea.
Tomó con sus delicadas manos las horribles ortigas, que le quemaron como fuego. La piel, hasta la de los brazos, se le cubrió de ampollas, pero ella lo sufría todo gustosamente sabiendo que serviría para liberar a sus hermanos. Aplastó con los pies descalzos las ortigas y las retorció luego hasta obtener unas fibras verdes.
Al ponerse el sol y regresar sus once
hermanos, se alarmaron sobremanera de encontrarla muda. Pensaron que había de tratarse de alguna nueva brujería procedente de su perversa madrastra, pero al ver las manos de la niña comprendieron que lo que ésta hacía era por ellos. El menor lloró, y allí donde tocaban sus lágrimas desaparecian el dolor y las ampollas.
Toda la noche la pasó en su tarea,
sin ocurrírsele descansar hasta haber dado la libertad a sus hermanos. Al día siguiente, durante la ausencia de los jóvenes, se sentó a trabajar, y le pareció que nunca había transcurrido el tiempo con tanta prisa. Concluyó una de las cotas de malla y empezó la siguiente. Y en ese momento resonó entre las montañas el eco de un cuerno de caza.
Elisa sintió miedo. El sonido de la cometa se fue aproximando; pronto se oyó el ladrar de los perros. La niña huyó aterrorizada a esconderse en la cueva, donde hizo un paquete con el tejido de ortigas y lo ocultó.
Acababa de hacerlo cuando un enorme
sabueso apareció de entre unos arbustos, y luego otro, y otro, todos lanzando fuertes ladridos y agitándose de un lado a otro. Pocos minutos más tarde todos los cazadores se habían reunido a la entrada de la caverna. El más apuesto de ellos era el rey de aquel país, que se acercó y dio unos pasos destacándose del grupo para mirar a Elisa. Nunca había visto una joven tan encantadora.
-¿Cómo has llegado hasta aquí hermosa niña? -le preguntó.
Elisa meneó la cabeza, sin
atreverse a hablar, porque la salvación y las vidas de sus hermanos dependían de su silencio. Y ocultó las manos bajo el delantal para que el rey no pudiera ver cuánto había sufrido.
-Ven conmigo -dijo el monarca-. No es posible que vivas aquí. Si eres tan buena como hermosa, te haré vestir con sedas y terciopelos, y llevarás una corona de oro en la cabeza, y habitarás en el más rico de mis palacios.