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La alzó y la colocó sobre su caballo. Elisa lloraba, retorciéndose las manos, pero el rey agregó:

-Sólo me preocupa tu felicidad. Algún día me darás las gracias por lo que estoy haciendo.

Luego partió al galope por las montañas, llevando a la niña sentada a caballo delante de él. Los cazadores lo siguieron.

Al ponerse el sol apareció a la vista de todos la ciudad real, con sus iglesias y sus cúpulas. El rey la condujo al palacio. Elisa se encontró entre vastas salas de mármol, de paredes y techos adornados con hermosas pinturas, y fuentes que jugueteaban en el centro, pero ella no tenía ojos para mirarlos, sino sólo para llorar. Se dejó vestir por las mujeres con ropas reales, y entretejer perlas con sus cabellos, y calzar guantes, en sus maltrechas manos.

Quedó resplandeciente en su nuevo atavío, y los cortesanos se inclinaron hasta el suelo en presencia de ella, mientras el rey la proclamaba su prometida esposa. Pero el primer ministro meneó la cabeza, susurrando que acaso la hermosa doncella del bosque fuera una bruja que los estaba deslumbrando y cegando al rey con sus hechizos.

Mas el rey se negó a escucharlo, y dio orden de que empezara la música, se trajeran los más exquisitos platos y las más admirables bailarinas danzaran en presencia de Elisa. Luego la condujeron a través de fragantes jardines a habitaciones lujosísimas, pero nada hubo que lograra atraer una sonrisa a sus labios ni a sus ojos, dominados perennemente por la tristeza. Por último el rey abrió la puerta de una pequeña cámara cercana al dormitorio que habían reservado para ella. La cámara estaba adornada con costosos tapices verdes que le daban una semejanza exacta con la caverna donde él la encontrara. Allí estaba también el rollo de tela que Elisa había entretejido con las ortigas, y la cota de malla, ya terminada. Uno de los cazadores había encontrado en la gruta aquellos objetos y los trajo como curiosidades.

-Aquí podrás imaginarte que estás de regreso en tu primitiva morada -dijo el rey-. Esa es la labor que estabas haciendo cuando te encontramos; quizá te divierta pensar en esas cosas en medio de tu esplendor presente.

Al ver Elisa aquellos objetos tan queridos de su corazón, apareció por primera vez en sus labios una sonrisa, y en sus mejillas un arrebol rosado. Pensando en la próxima liberación de sus hermanos tomó la mano del rey y la besó. El monarca la estrechó contra su corazón y ordenó que todas las campanas del reino repicaran a boda. La encantadora doncella muda del bosque iba a ser la reina.

 
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Los cisnes silvestres de Hans Christian Andersen   Los cisnes silvestres
de Hans Christian Andersen

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