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El primer ministro susurró palabras malignas al oído del soberano, pero esas palabras no llegaron al corazón. La boda se realizó con toda solemnidad y el mismo arzobispo colocó la corona de oro sobre la cabeza de Elisa.

Elisa hubiera deseado confiar sus angustias al excelente y apuesto rey, a quien quería más cada día que pasaba y que hacía todo lo posible por complacerla. Pero sus labios estaban sellados, pues una sola palabra suya costaría la vida de sus hermanos. Debía, pues, permanecer muda y terminar en silencio su larga tarea. Todas las noches se deslizaba secretamente hacia la pequeña cámara decorada como una gruta, y allí seguía tejiendo una cota de malla tras otra. Al concluir la séptima vio que se estaba quedando sin tela. Sabía que las ortigas con que debía tejerla crecían también en el cementerio, pero debía recogerlas por su propia mano. ¿Cómo hacer para llegar hasta allí?

"¿Qué significa el dolor de mis dedos comparado con la angustia de mi corazón? -pensaba-. Tengo que arriesgarme a salir. El buen Dios no me abandonará".

Con el ánimo tan oprimido como si estuviera cometiendo alguna acción perversa, Elisa salió una noche, en secreto, al jardín iluminado por la luna, y llegó por largas avenidas a las silenciosas calles del cementerio.

El lugar estaba muy oscuro y solitario; Elisa recogió las punzantes ortigas y regresó al palacio con ellas. Una sola persona le había visto: el primer ministro, que vigilaba mientras los demás de la corte dormían. Ahora su mala opinión sobre la reina estaba justificada; no todo aparecía claro con ella. Tenía que ser una bruja, que había embrujado al rey y a todo el pueblo.

El primer ministro habló con el rey y le contó lo que había visto y lo que temía. Dos lágrimas aparecieron en las mejillas del soberano, en cuyo corazón acababa de penetrar la duda. Durante la noche fingió dormir, sin que el sueño llegara en absoluto a sus ojos, y advirtió cómo Elisa se levantaba sigilosamente y se retiraba a su cámara privada. Y día a día el rostro del rey se fue ensombreciendo más y más. Elisa podía ver el cambio, pero no imaginar la causa, y aquello fue un sufrimiento más que se agregó a su corazón del que ya padecía por sus hermanos. También ella derramó lágrimas, que se deslizaron por su púrpura real como diamantes. Y cuantas mujeres la veían en aquel esplendor deseaban ser reinas.

A pesar de todo, ya había llegado casi al fin de sus esfuerzos. Sólo faltaba una cota de malla, pero nuevamente volvió a faltarle tela, y no le quedaba a mano una sola ortiga. Una vez más, la última, se vería obligada a llegarse hasta el cementerio y recoger unos puñados. Le infundía espanto la perspectiva de aquel solitario viaje en la oscuridad, pero su voluntad era tan fuerte como su confianza en Dios.

 
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Los cisnes silvestres de Hans Christian Andersen   Los cisnes silvestres
de Hans Christian Andersen

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