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Era apenas el alba, aún faltaba una hora para la salida del sol, cuando los once hermanos se presentaron a las puertas del palacio pidiendo ser conducidos a presencia del rey. Se les dijo que aquello era imposible, pues todavía era de noche. El rey dormía y nadie osaría despertarlo. Todas las súplicas y amenazas de los jóvenes resultaron vanas. Pero al ruido de lo que se hablaba apareció la guardia, y hasta el mismo rey se enteró y acudió a averiguar por sí mismo de qué se trataba. Pero en ese momento preciso salió el sol, y ya no hubo más once hermanos, sino sólo once cisnes silvestres que emprendieron vuelo por sobre el palacio.

Todo el populacho se apiñaba a las puertas de la ciudad, ansioso de ver arder a la bruja. Llegó Elisa sentada en un pequeño carro tirado por un escuálido caballo; le habían puesto una túnica de tosco lienzo verde, y sus hermosos y largos cabellos pendían, sueltos, de la encantadora cabeza. Tenía las mejillas mortalmente pálidas y movía los labios suavemente, mientras sus dedos seguían entretejiendo sin cesar la verde tela. Ni aun en el camino hacia la muerte se resolvía a dejar abandonada su tarea. Tenía a sus pies diez cotas de malla ya terminadas, y estaba concluyendo la undécima entre las burlas y los insultos del cruel gentío.

-¡Mirad la bruja, cómo va murmurando! ¡Y lleva con ella su repugnante brujería! ¡Quítensela y háganla mil pedazos!

La muchedumbre se apretujó alrededor de Elisa con intención de destruir su obra, pero en ese instante once cisnes silvestres descendieron volando y se posaron sobre el carro, agitando violentamente las alas. El populacho se hizo atrás, aterrorizado:

-¡Es una señal del cielo! ¡Es inocente! -susurraron, pero ninguno se atrevió a decirlo en voz alta.

El verdugo la tomó de la mano, pero en ese momento, a toda prisa, ella arrojó las once cotas de malla sobre los cisnes, que inmediatamente se transformaron en los once apuestos príncipes que en realidad eran. El menor quedó todavía con una ala de cisne en lugar de brazo, porque aún faltaba una manga en su cota de malla.

-¡Ahora puedo hablar! -exclamó Elisa-. ¡Soy inocente!

La muchedumbre que había visto lo ocurrido se inclinó ante ella como si se tratara de una santa, pero Elisa se desplomó inerte en los brazos de sus hermanos. Tan grande había sido el esfuerzo, el terror y el sufrimiento por los que había pasado.

-Sí, ella es inocente de verdad -dijo el hermano mayor, y explicó a los presentes todo lo ocurrido.

 
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Los cisnes silvestres de Hans Christian Andersen   Los cisnes silvestres
de Hans Christian Andersen

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