Elisa salió, pues. Pero en esta ocasión el rey y el primer ministro la siguieron.
La Vieron desaparecer tras los portones enrejados del cementerio. El rey se sentía muy triste al pensar que Elisa no podía ser sino una bruja.
-El pueblo la juzgará -gimió el rey. Y el pueblo juzgó:
-¡Que la bruja se consuma entre las llamas!.
La condujeron desde sus espléndidas
habitaciones reales hasta una mazmorra húmeda y oscura, a través de cuya ventana enrejada silbaba el viento. Y en lugar de terciopelo y seda le dieron para apoyar la cabeza el manojo de ortigas que ella misma había recogido en el cementerio. Para cubrirse no tendría sino las punzantes cotas de malla, pero en realidad no podían haberle dado nada más precioso.
Elisa se puso de nuevo a la obra, sin
cesar sus oraciones a Dios. Afuera, en la calle, los pilletes cantaban canciones
satíricas acerca de ella. Y ni un alma se acercaba a confortarla con una
palabra cariñosa.
Hacia el anochecer oyó un rumor de
alas de cisne junto a su ventana. Era su hermano menor, que al fin había logrado dar con ella. El joven sollozó de alegría, aunque sabía que la noche que se acercaba podía ser la última. Pero la labor estaba casi terminada ya, y los once hermanos cerca de ella.
Por el suelo corrían los ratoncitos llevándole ortigas hasta sus pies, como para ayudarla en lo que podían; un zorzal se posó en la reja de la ventana y cantó toda la noche en un esfuerzo por animarla y darle valor.