Al ver su propio rostro en la superficie
del agua, Elisa quedó espantada de encontrarse tan ennegrecida y tan fea.
Pero al mojar la mano y frotarse los ojos y la frente, la blancura de su piel quedó de nuevo al descubierto. La niña se dio un baño en el remanso; luego bebió en el hueco de la mano un poco de agua de un manantial y prosiguió internándose en el bosque, aunque sin tener la menor idea de adónde iba. Pensaba en sus hermanos. Se decía que el Dios misericordioso que hace crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos no habría de abandonarla, y Él le mostró un árbol cuyas ramas se doblegaban bajo el peso de tanta fruta. Allí hizo la niña su comida de la mañana; tras de lo cual colocó unos puntales para sostener las ramas y se alejó, internándose en lo más espeso del bosque. Reinaba un silencio que le permitía oír sus propios pasos, y cada hoja seca que crujía bajo sus pies. Ni un rayo de sol atravesaba las frondosas ramas; los troncos eran tan gruesos y tan próximos entre sí que formaban como una muralla circular a su alrededor.
La noche se cerró, muy oscura, sin
que ni siquiera una luciérnaga brillara sobre el húmedo suelo. Elisa se acomodó para dormir, tristemente, y le pareció como si el follaje que la cubría se entreabriera y el Salvador mismo, rodeado de sus ángeles, se inclinara para mirarla amorosamente.
Al despertar por la mañana no estaba segura de si su visión había sido un sueño o una maravillosa realidad.
Siguió su camino. Un poco
más lejos encontró a una anciana que llevaba una canasta de frutas silvestres, de las cuales ofreció algunas a la niña. Elisa le preguntó si había visto a once príncipes cabalgar por el bosque.
-No -repuso la buena mujer-. Pero ayer vi once cisnes con coronas de oro en la cabeza, que nadaban en un arroyo cercano.
Guió a Elisa hasta una colina próxima, al pie de la cual serpenteaba el arroyo, bajo las ramas de los árboles de cada orilla, que se unían en la altura.