El padre quedó horrorizado a la vista de aquella criatura, y afirmó que no podía tratarse de su hija. Ni hubo siquiera nadie que le dirigiera la palabra; acaso lo habrían hecho el perro del corral y las golondrinas, pero eran pobres animales mudos cuya opinión no se tomaba en cuenta.
La desdichada Elisa lloró mucho,
sin dejar de recordar a sus once hermanos desaparecidos. Se fue del palacio, poco menos que arrastrándose, y anduvo todo el día por las praderas y los pantanos hasta que llegó a una vasta selva. No tenía la menor idea de dónde ir; sólo se sentía muy apenada por sus hermanos, que sin duda habían sido arrojados del palacio como ella.
Resolvió partir en busca de ellos,
pero no llevaba mucho tiempo en el bosque cuando cayó la noche. Habiendo
perdido por completo el camino, la niña se echó sobre la hierba
fresca, rezó sus oraciones de la noche y apoyó la cabeza sobre una
pequeña elevación del terreno. Reinaba una calma perfecta y
cientos de luciérnagas brillaban aquí y allá, sobre el
césped y los marjales, como pequeñas brasas verdes.
Toda la noche soñó Elisa con
sus hermanos. Eran otra vez niños, jugaban juntos, y escribían en sus pizarras doradas con lápices de diamante, y miraban libros de láminas que habían costado la mitad del reino. Pero ya no trazaban en las pizarras palotes y ceros como entonces, sino que escribían sus audaces hazañas y todo cuanto habían visto y experimentado. Y todo en el libro de láminas tenía vida. Los pájaros cantaban; los personajes salían de las páginas y conversaban con Elisa y sus hermanos; pero se volvían a su lugar al pasarse las hojas, de manera que las láminas no pudieran entremezclarse unas con otras.
Cuando la niña se despertó,
el sol ya estaba alto en el cielo. En verdad, no era posible distinguirlo muy bien a través de las espesas frondas, pero todo el bosque estaba circundado por el fulgor esplendente del astro. El aire llevaba un exquisito perfume de hierba y césped, y se hubiera dicho que los pájaros estaban dispuestos a posarse en los mismos hombros de la niña. Elisa percibió un chapoteo de agua corriente, que procedía de varios manantiales cuyas ondas iban a confluir en un pequeño lago de fondo arenoso, tan transparente que reflejaba cada rama y cada hoja como si estuvieran pintadas.