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Muy lejos de aquí, allá donde las golondrinas buscan refugio en el invierno, vivía cierto rey que tenía once hijos y una hija, llamada Elisa. Los once hermanos, que eran todos príncipes, solían ir a la escuela ostentando una estrella en el pecho y espada al cinto, y escribían en pizarras de oro y con lápices de diamante. Su hermana Elisa se sentaba en un escabel de espejo, y tenía un libro de láminas que costaba la mitad de un reino. Los niños eran muy felices, pero aquello no había de durar siempre.

Su padre el rey se casó con una perversa reina que no resultó nada bondadosa para los niños. Ellos lo supieron ya desde el primer día. Todo era fiesta y regocijo en el castillo, pero cuando los príncipes pretendieron jugar y reunirse con otros jóvenes de su edad, se lo prohibió y en lugar de hacerles servir todos los pasteles y manzanas asadas que deseaban les envió a cada uno un poco de arena en una taza, como por burla.

A la semana siguiente, la reina envió a Elisa al campo, como huésped de unos paisanos, y no tardó mucho en hacer creer al rey tantas cosas malas acerca de los niños, que el soberano se desentendió de ellos.

-Idos a correr mundo y valeos por vosotros mismos -dijo la perversa reina-. Volaréis como pájaros, pero sin voces.

Pero no logró hacer que el destino, de los once niños fuera tan malo como ella hubiera querido, pues se convirtieron en once hermosos cisnes. Volaron todos por la ventana del palacio, dando un extraño grito, al cruzar el parque en dirección del bosque.

La mañana siguiente, muy temprano, llegaron al lugar donde su hermana Elisa dormía en la casa de los paisanos. Los cisnes revolotearon por sobre el techo, torciendo una y otra vez sus largos cuellos y batiendo las alas, pero sin conseguir que nadie los viera ni los oyera. Tuvieron, pues, que retirarse, en vuelo hacia las nubes, internándose en el vasto mundo, hasta que descendieron en una vasta selva que se extendía cuesta abajo por las colinas, hacia la playa.

 
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