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En la estación Central, feo armatoste de carpintería condenado a desaparecer por el Progreso y el Arte, dos ediles celosos si los hay, se agrupaban, codeaban y estrujaban los allegados y amigos de los novios, todos los que, en procesión lujosa de magníficos trenes, habíanles acompañado hasta la Merced, donde acababan de recibir la bendición nupcial Josecito Esquendo y Victoria Stuart, los dos seres felices que, asomados a una de las ventanillas del convoy próximo a partir, sonreían a todos y entre todos repartían apretones de manos, frases amables y flores de azahar. De los Esquendo, alguno faltaba, además del gran don Fabio; de la aristocracia, así la advenediza como la de abolengo, brillaban los principales nombres que avaloran el Gotha social bonaerense, descollando entre las preciosas capotas y los sombreros de felpa la figura arrogante de la abuela, misia Justita González de Esquendo, la hermana política de aquella misia Sandalia, madre de los últimos Tejera, hermosa aún en su vejez soberbia, a pesar de los setenta y cinco ya cumplidos; y a su lado el único Stuart, Ladislao, tan alto como ella, correcto y fino, a fuer de buen hijo de británico, el único que guardaba compostura en medio de tan grande guirigay, contentándose con mirar a la hermanita de manera paternal, mientras la enguantada mano retorcía las luengas guías del bigote rubio.

En torno de ambos, por asaltar la ventanilla, se revolvían capotas y sombreros, amenazaban los abanicos y chispeaban los ojos y las joyas. El calor de noviembre, en toda la fuerza del mediodía, abría las fuentes del sudor, que a muchas bonitas caras despojaba de sus afeites, y obligaba a otros, los mártires de levita y chistera, a huir del enjambre, y frente al río, cerca de las obras comenzadas del gran puerto, olfatear ansiosos mezquina ráfaga de aire.

Sonó la campana y arreció el tumulto; Victoria, algo pálida, seguía sonriendo y repartiendo los capullos de su ramillete de desposada; Josecito se inclinaba a un lado y otro, saludaba con las manos y la cabeza, sin saber a quién atender, mareado, a veces, en su desconfianza de sordo, mirando de hito en hito y no recobrando el aplomo sino cuando los ojos de la abuela Justa le calmaban. Sonó nuevamente la campana, en seguida un horrible pitido y el convoy arrancó de pronto; los brazos eleváronse por última vez... Ni Victoria ni Josecito se apartaron de la ventanilla, agitando los pañuelos; no se apartaron hasta que la distancia confundió a Ladislao y a misia Justa en el numeroso y pintoresco grupo del andén.

 
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