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Cuando Boabdil, último rey de Granada, se vio obligado a abandonar el reino de sus padres, se detuvo en la cima del monte Padul, desde donde se descubría el mar en que el desventurado Monarca iba a embarcarse para el África; descubríase también a Granada, la Vega y el Genil, en cuyas orillas se alzaban las tiendas del campamento de Fernando e Isabel. A la vista de tan delicioso país, y de los cipreses que aun señalaban aquí y acullá los sepulcros de los musulmanes, Boabdil rompió en acerbo llanto. Su madre, la sultana Aïxa, que le acompañaba en el destierro con los grandes que un tiempo componían su corte, le dijo: «Llora como una mujer la pérdida de un reino que no has sabido defender como hombre.» Bajaron de la montaña, y Granada se ocultó para siempre a sus ojos.

Los moros españoles, que compartieron la suerte de su rey, se dispersaron por el Africa. Las tribus de los zegríes y los gomeles se establecieron en el reino de Fez, de que eran descendientes. Los vangas y los alabes se detuvieron en la costa, desde Orán hasta Argel, y por último, los abencerrajes fijaron su morada en las inmediaciones de Túnez, formando en frente de las ruinas de Cartago una colonia que todavía se distingue de los moros africanos por la elegancia de sus costumbres y la benignidad de sus leyes.

Estas familias llevaron a su nueva patria el recuerdo de la antigua. El Paraíso de Granada no se borraba de su memoria; las madres repetían su nombre a sus hijos aun en la lactancia, y los adormecían con los romances de los zegríes y los abencerrajes. De cinco en cinco días oraban en la mezquita volviéndose hacia Granada, para conseguir de Alá restituyese a sus elegidos aquella tierra deliciosa. El país de los lotófagos ofrecía en vano a los desterrados sus frutos, sus aguas, su frondosidad y su brillante sol; que lejos de las Torres rojas, no había ni frutos agradables, ni corrientes cristalinas, ni fresco verdor, ni sol digno de ser admirado. Si se mostraban a algún proscripto las llanuras del Bragada, sacudía tristemente la cabeza y exclamaba suspirando: -¡Granada!

Los abencerrajes conservaban especialmente el más tierno y fiel recuerdo de la patria, pues habían dejado con mortal amargura el teatro de su gloria, y las márgenes que tantas veces hicieran resonar a este entusiasta grito de guerra: «¡Honor y amor!» No pudiendo ya manejar la lanza en los desiertos, ni cubrirse con el casco en una colonia de labradores, habíanse consagrado al estudio de los simples, profesión tan estimada entre los árabes como la de las armas. Así, pues, la raza guerrera, que en otro tiempo abría heridas, ocupábase ya en el arte precioso de curarlas; en lo cual conservaba algo de su primitivo genio, porque los caballeros acostumbraban curar por sí mismos las heridas del enemigo que habían derribado.

La cabaña de esta familia, antigua poseedora de suntuosos palacios, no estaba situada entre las de los demás desterrados, al pie del monte Mamelife, sino entre las mismas ruinas de Cartago, a orillas del mar, en el lugar donde San Luis murió en su lecho de ceniza, y donde se ve en la actualidad una ermita mahometana. De las paredes de la cabaña pendían escudos de piel de león, que ostentaban sobre campo azul dos salvajes que derribaban una ciudad con sus mazas; en derredor de esta divisa se leían estas palabras: ¡Qué bagatela! -armas y divisa de los abencerrajes. Veíanse lanzas adornadas de pendones blancos y azules, albornoces y casacas de raso acuchilladas, detrás de los escudos, y brillaban en medio de las cimitarras y las dagas. Veíanse también colgados en desorden guantes de batalla, frenos incrustados de piedras preciosas, anchos estribos de plata, largas espadas, cuya vaina había sido bordada, por la mano de princesas, y espuelas de oro que las yseult, las genievres y las orianas calzaran en días más felices a denodados paladines.

Al pie de estos trofeos de gloria, mostrábanse los de una vida pacífica: plantas cogidas en las cumbres del Atlas y en el desierto de Sahara, y muchas habían sido traídas de la vega de Granada. Unas eran propias para curar los males del cuerpo, otras extendían su poder a los del alma; pero los abencerrajes estimaban especialmente las que servían para calmar los vanos pesares, las locas ilusiones y esas esperanzas de felicidad siempre renacientes y siempre desvanecidas. Por desgracia, muchos de aquellos simples tenían virtudes harto opuestas, y acontecía con frecuencia que el perfume de una flor de la patria era una especie de veneno para los ilustres proscriptos.

 
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Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand   Las aventuras del último abencerraje
de Francois Auguste de Chateaubriand

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