Mientras la
mirada de John Constable se detenía en el paisaje bucólico, la de los
impresionistas registraba la reconstrucción de la realidad desde análisis
cromático de los efectos ópticos. Desde la naturaleza puerilmente sosegada de
sentimiento romántico a la grafía dinámica de los muelles de Southampton de
Camilla Pisarro (1830-1903), la estación de Saint Lazare de Claude Monet
(1840-1926), los tratantes de algodón en Nueva Orlean de Edgard Degas
(1834-1917), los desnudos de pátina de cera de los modelos femeninos de Eduard
Manet (1832-1883).
La rebeldía
política de Emile Zola (1840-1902), en la conmoción social del caso Dreyfus,
contra el antisemitismo en el ejército francés y la iglesia. Las corrientes
literarias naturalistas y realistas que narraban la tragedia material y
metafísica de una sociedad urbana sometida a la aristocracia de la tierra y del
dinero. El hombre nuevo que preludia el siglo XX está desgarrado por la
finalidad espiritual del hombre y su caída en un desorden moral que contiene la
explotación de la naturaleza humana como mercancía y la búsqueda incesante de
una conciliación al porvenir moral de la humanidad. La búsqueda de la
racionalidad de la vida y de la historia concluirá en la irracionalidad de la
Gran Guerra de 1914-1918. La Gran Guerra manifiesta la conmoción de los hombres
con un solo atributo: la venta y compra de la existencia humana en el mercado
competitivo y monopolista que se trasladaba a las trincheras.
Bastaría mostrar
los retratos, nimbados por la providente razón industrial y comercial de Richard
Cobden o Jacques Laffitte, junto a los dostoyevskianos de John Rockefeller o
Carneggie para explicar los terribles cambios de la Sociedad Competitiva y de la
Sociedad Monopolizada. También ilustran estos cambios, la arquitectura de la
calle kafkiana de los judíos ortodoxos de Frankfurt a las avenidas newyorkianas
del capital monopolista. El puente de Brooklyn une las orillas entre el capital
competitivo y el capital monopolista.