-No te comprendo, Luciano: te hace reír todo lo que para los
demás no es cosa de risa, y nunca puedo saber si hablas en broma o en serio. No
es posible sostener una conversación contigo.
-Mi mujer opina como el decano de la Facultad, y es preciso
dejar satisfechos al uno y a la otra; siempre les daré la razón.
-¡Ah, eso es lo que debes hacer, eso: ridiculizarle! ¡Pon al
decano en solfa! Hiciste cuanto era posible para serle desagradable, y ahora te
roes los puños por tu inconveniencia. Y como si no bastara, también quedaste mal
con el rector. El domingo lo vi en el paseo; iba yo con las niñas, y apenas me
saludó.
Cambió el tono, encaróse con el soldado, y dijo:
-Mi marido tiene predilección por usted, su mejor discípulo, y
le augura un brillante porvenir.
Roux, atezado, rizoso, con una dentadura muy blanca, rió
satisfecho. Ella insistió:
-Convenza usted a mi marido para que no maltrate a las personas
que pueden sernos útiles. Todos nos abandonan.
-¡Ah, no lo imagine usted siquiera! -murmuró el estudiante; y
dio en seguida otro giro a la conversación-. Se les hacen muy duros a la gente
del campo los tres años de servicio. Padecen, pero no manifiestan su dolor, y
nadie lo adivina. Lejos de su país, que les inspira un cariño bestial, arrastran
su tristeza monótona y profunda, sin tener, cautivos y desterrados, más
distracciones que la fatiga del oficio y el temor a los jefes. Todo les parece
difícil y extraordinario. Hay en mi compañía dos bretones que no pudieron
acostumbrarse, en mes y medio, a retener el nombre de nuestro coronel. Todas las
mañanas, alineados frente al sargento, damos lección de... nombre porque la
instrucción militar es común a todos. Y el coronel se llama Dupont. Ocurre lo
mismo con las demás enseñanzas. Los reclutas avispados y hábiles repiten
indefinidamente las mismas cosas, como los estúpidos.