-Es posible -repuso Roux -. Pero también existe otra razón: el
goce instintivo de la fusilería. Ya sabe usted, mi estimado maestro, que no soy
un animal destructor ni partidario del militarismo; tengo ideas humanitarias muy
avanzadas, y supongo que la fraternidad universal debe ser la obra del
socialismo triunfante. Profeso el amor de la Humanidad, y, sin embargo, al
echarme un fusil a la cara, quisiera disparar sobre todo bicho viviente. Lo
llevamos en la sangre...
Era Roux un guapo mozo, robusto, y adquirió en el cuartel mucha
desenvoltura. Los ejercicios violentos convenían a su naturaleza sanguínea; y
como era excesivamente astuto, no se aficionó al oficio del soldado, pero
encontró manera de hacer soportable aquella vida sin perder la salud y el buen
humor.
-No desconoce usted, mi estimado maestro, la fuerza de la
sugestión. Basta darle a un hombre un fusil con bayoneta calada para que la
hunda en el vientre del primer transeúnte y, como dice usted, se transforme en
un héroe.
Vibraba todavía el acento meridional de la última palabra de
Roux, cuando la señora de Bergeret entró en el estudio, adonde casi nunca la
conducía el deseo de ver a su marido. El señor Bergeret notó que su mujer lucía
su bata más elegante, rosa y blanca.
Mostróse muy sorprendida al encontrar allí a Roux. Había
entrado -según dijo- para pedir a su marido un volumen cualquiera de poesías con
que entretenerse.
El catedrático notó, sin darle importancia, que su mujer se
presentaba muy amable y casi hermosa.