-Su amigo el recluta -dijo Bergeret- había dado una torcida
interpretación a la marcial arenga del sargento, cuyas palabras deben ser
fructíferas para el buen servicio, deben excitar la emulación de los hombres y
esforzarlos a ganar con su comportamiento unos galones que les permitan poder
expresar de aquel modo la superioridad evidente de quien así habla, comparado a
quien por obligación tiene que oírle y aguantarle. No se deben disminuir, en
modo alguno, las prerrogativas de los jefes militares como lo hizo en una
reciente circular un ministro de la Guerra culto, discreto y civil, quien, para
mantener la dignidad siempre respetable del ciudadano en la milicia, se propuso
que oficiales y sargentos no tutearan a los reclutas. Al ordenar esto, aquel
ministro infeliz olvidaba, tal vez, que el menosprecio hacia el inferior es un
gran principio de emulación y base de la jerarquía. El sargento Lebrec hablaba
en el estilo de un héroe que se propone convertir en héroes a los reclutas. Como
soy filólogo, sin gran esfuerzo reconstruyo la frase principal de su arenga.
Pues bien: afirmo sin reticencias que me parece sublime un sargento al asociar
en una frase tan rotunda el honor de una familia y la torpe alineación de un
recluta en cuyo garbo militar pueden fundarse muchas glorias, muchos
triunfos.
"Me dirán, acaso, que incurro en la extravagancia. común a
todos los comentaristas, de atribuir a mi autor intenciones que jamás cruzaron
por su magín. Estoy conforme; debo conceder que hubo una parte de inconsciencia
en el discurso memorable del sargento Lebrec. Así es precisamente como se
manifiesta la inspiración genial: brilla, estalla, sin darse cuenta de su
poderío.
Contestóle Roux, sonriente, que también él atribuía casi por
completo a inconsciencia la comentada genialidad o incongruencia del sargento
Lebrec.
Pero la señora de Bergeret dijo con sequedad a su marido: