Los dos hombres, unidos y hermanados por la ciencia, se
colmaron de felicitaciones mutuas; y cuando el napolitano se dio cuenta de que
había un militar en el estudio, el señor Bergeret le advirtió que aquel soldado
era un joven filólogo, entusiasta latinista.
-Este año -dijo el señor Bergeret- aprende a marcar el paso, y
aparece convertido en eso que nuestro brillante general Cartier de Chalmot llama
"el instrumento elemental de la táctica"; dicho vulgarmente, un soldado. Mi
discípulo Roux es un soldado, y con ello se honra como bien nacido. A decir
verdad, esta honra la comparte con todos los jóvenes de la bélica Europa, de la
que también disfrutan como él vuestros napolitanos desde que su patria es una
temible nación.
-Sin menoscabar en lo más mínimo la lealtad que me une a la
Casa de Saboya -dijo el comendador-, he de reconocer que los impuestos y el
servicio militar obligatorio pesan de tal modo sobre Nápoles, que muchas veces
hacen desear al pueblo una regresión a la época feliz del rey Bomba y a la
dulzura de vivir sin gloria bajo un Gobierno suave. No es grato pagar ni servir;
el legislador ha de hacer un estudio profundo que le descubra las necesidades y
las conveniencias de la vida nacional. Ya sabe usted que a todas horas he
combatido la política de los megalómanos, y que deploro la formación de los
grandes ejércitos, que son rémora del progreso intelectual, moral y material en
la Europa continental. Es una inmensa y ruinosa locura que acabará en el
ridículo.
-No preveo cómo acabará -respondió el señor Bergeret-; nadie lo
desea, nadie quiere que acabe, si se exceptúan algunos sabios y filósofos, gente
sin poder y sin influencia. Los jefes de Estado no se atreven a desear el
desarme que dificultaría sus funciones y les quitaría un admirable instrumento
de poder, porque las naciones armadas se dejan conducir dócilmente; la
disciplina militar las ed