-Por supuesto que la comida será como todos los días. No haré
ningún extraordinario.
Y salió para dar sus órdenes a Eufemia.
Bergeret dijo a su discípulo:
-¿Aún pregona usted las excelencias del verso libre? Sé
perfectamente que las formas poéticas varían según los tiempos y los lugares; no
ignoro que ha sufrido el verso francés incesantes modificaciones en el curso de
los siglos; y bien pudiera yo, escudado en mis apuntes de métrica, sonreír
discretamente del prejuicio religioso de los poetas, a quienes lastima imaginar
que pueda someterse a la crítica el instrumento consagrado por sus aspiraciones.
Advierto que no justifican las reglas a las cuales obedecen, y me inclino a
creer que la justificación debe hallarse no en la estructura del verso mismo,
sino en el canto que primitivamente le acompañaba. En una palabra: me juzgo apto
para concebir innovaciones, precisamente porque me guía el procedimiento
científico, que por su naturaleza, es menos conservador que las inspiraciones
artísticas. Y he de advertir que no me penetro del verso libre, cuya definición
me parece poco precisa. La incertidumbre de sus límites me turba, y...
Un hombre, joven aún, afable, de finas facciones bronceadas,
entró en el estudio. Era el comendador Aspertini, de Nápoles, filólogo,
agrónomo, diputado en el Parlamento italiano, que desde diez años atrás sostenía
con el señor Bergeret una docta correspondencia, semejante a la de los famosos
humanistas del Renacimiento y del siglo XVII. No dejaba de visitar a su
corresponsal ultramontano en cada uno de sus viajes a Francia. Carlos Aspertini
era muy estimado en el mundo erudito por haber descifrado en uno de los rollos
carbonizados de Pompeya un tratado entero de Epicuro. Actualmente se consagraba
a estudios y experiencias de agricultor, a la política y a los negocios; pero
sentía un apasionamiento invencible por la numismática, y sus manos elegantes no
hubieran sabido prescindir nunca de tocar medallas antiguas. Tanto como la
satisfacción de visitar al señor Bergeret, le llevaba el goce voluptuoso de ver
una vez más la incomparable colección de monedas antiguas legadas a la
biblioteca de la ciudad por Boucher de la Salle. Y también le interesaba cotejar
las cartas de Muratori archivadas allí.