Y como Roux no admitía el calificativo, el catedrático
replicó:
-Yo me entiendo. Llamo "héroe" a todo el que ciñe una espada.
Si, además, lo hubieran obligado a llevar una gorra de pelo, entonces lo
llamaría "héroe famoso". Lo menos que merecen los mozos elegidos para que se
maten en un poco de adulación. Se paga barato su oficio. Celebraría mucho, amigo
mío, que no se inmortalizase usted por un acto heroico, y que debiera únicamente
a sus conocimientos de la métrica latina las alabanzas de los hombres. El amor
que le tengo a mi patria me inspira este deseo. La historia me ha enseñado que
sólo aparecen los actos heroicos en las derrotas y en los desastres. Roma,
pueblo menos belicoso de lo que se dice y vencido con frecuencia, no tuvo un
Decio hasta los mayores apuros. En Maratón, el heroísmo de Cinégiro responde al
punto flaco de los atenienses, los cuales pudieron contener al Ejército bárbaro,
pero no pudieron evitar que se embarcara con toda la Caballería persa de regreso
en la llanura. Tampoco parece probado que los persas mostrasen mucho arrojo en
aquella batalla.
Roux dejó su sable en un rincón del estudio, fue a sentarse
cerca de su maestro, que le había ofrecido una silla, y dijo:
-En cuatro meses no pude oír una sola frase meditada y culta.
Yo mismo, durante cuatro meses, he concentrado todas mis potencias para ser
agradable al cabo y al sargento, a los que sólo vencen dádivas. Es la única
instrucción militar que poseo perfectamente. Sin duda, es la más importante.
Pero he perdido toda mi aptitud para discurrir acerca de ideas generales y
sutiles. Por esto me llenan de confusiones los juicios que usted pronuncia
acerca de la batalla de Maratón y el carácter bélico de los romanos. Mi cabeza
es una olla de grillos.
El señor Bergeret respondió tranquilamente: