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Mientras preparaba su lección acerca del octavo libro de la Eneida, aquel trabajo sería para el señor Bergeret no digamos un goce profundo, pero sí la paz del espíritu y la tranquilidad inestimable del alma, si no turbara el estudio minucioso de la métrica y de la lingüística (en los cuales debía fundar sus razonamientos para definir el genio, el alma y la forma de aquel mundo antiguo cuyos textos analizaba) con el deseo inoportuno de visitar las playas doradas, los montes rosados, el mar azul y la hermosa campiña por donde conduce a sus héroes el poeta.

Deploraba amargamente verse privado de recorrer, como Gastón Boissier, como Gastón Deschamps, la ribera donde se alzó Troya, de contemplar los paisajes virgilianos y de respirar en el ambiente de Italia, de Grecia y de la santa Asia. Por esto, su estudio le parecía triste, y el desaliento invadía su corazón. Era infeliz por su culpa, ya que todas las miserias que nos agobian son interiores y emanan de nosotros mismos. Suponemos que las recibimos de lo exterior, cuando, en realidad las formamos a nuestras expensas de nuestra misma sustancia.

El señor Bergeret, así oprimido por la enorme panza de cal y canto, se complacía en construir su tristeza y su hastío; pensaba que su vida era pobre, monótona y encarcelada; que su mujer tenía un alma vulgar y un cuerpo ya marchito; que sus hijas no le querían, y que los combates de Turno y Eneas carecen de todo encanto.

Libróle de sus preocupaciones dolorosas la visita de Roux, su discípulo, que se presentó con pantalón encarnado y capote azul, por hallarse en su año de servicio obligatorio.

-¡Hola! -dijo el señor Bergeret-, han disfrazado a mi latinista predilecto; de pronto lo han convertido en un héroe.

 
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