El señor Bergeret preguntó si los oficiales cultivaban la
elocuencia marcial del sargento Lebrec, y Roux le dijo:
-Tenemos un capitán que, por el contrario, nos trata con una
delicadeza exquisita. Es un esteta, un rosacruz. Pinta imágenes y ángeles muy
pálidos en cielos verdes y sonrosados. Mientras Deval hace servicio de cuadra,
yo estoy de servicio con el capitán, que me manda escribir versos. Mi capitán es
un hombre admirable, se llama Marcelo Lagere, y en su arte usa el seudónimo de
Cisne.
-¿También es un héroe? -preguntó Bergeret.
-Un San Jorge -dijo Roux -. Concibe de un modo místico la
carrera de las armas; la supone estado ideal que, sin darnos cuenta, nos conduce
al fin desconocido. Se consagra, piadoso casto y solemne, a sacrificios
misteriosos y necesarios. Mi capitán es un hombre delicioso; lo inicié yo en el
verso libre y la prosa rimada, y compone "prosas" acerca del Ejército. Es feliz;
vive tranquila y suavemente. Una cosa le martiriza: la bandera. Siente que azul,
blanco y rojo forman un conjunto chillón, con una violencia inicua. Le agradaría
una bandera rosa o malva. Imagina banderas primorosas y celestiales. "Aún sería
tolerable -dice- si los tres colores partiesen del asta, como tres gallardetes
de oriflama; la disposición vertical es absurda. Cuando el viento agita la
bandera, los pliegues flotantes dibujan horrores." Padece con esto, pero es muy
sufrido y tenaz. Un San Jorge.
-Tal como usted lo retrata resulta muy simpático a mis ojos
-dijo la señora de Bergeret; y luego miró agriamente a su marido.
-Pero ¿no choca entre los oficiales un hombre así? -preguntó el
señor Bergeret.
-De ningún modo -respondió el estudiante- En la mesa, en las
tertulias, calla como uno de tantos.