-Y los reclutas, ¿qué opinan de su capitán?
-Desconocen su vida y sus costumbres fuera de los actos de
servicio.
-Comerá usted con nosotros, amigo Roux -dijo la señora-.
Tendremos un verdadero placer en verle hoy sentado a nuestra mesa.
Esta frase le sugirió al catedrático la idea de una empanada.
Cuando la señora de Bergeret hacía de pronto una invitación, era sabido que se
aumentaba la comida con una empanada; iban por ella a la pastelería de Magloire,
y solían llevarla de pescado, porque son más finas. El señor Bergeret imaginó,
desde luego -sin gula ni ansia de goloso, por un fenómeno exclusivo de su
inteligencia-, una empanada rellena de huevos o pescado, que humeaba en la
fuente redonda con filete azul sobre un mantel adamascado. Visión profética y
vulgar. Luego discurrió que su esposa, Amelia, debía de sentir por su discípulo
una señalada preferencia, pues raras veces hizo tales ofrecimientos. Amelia se
preocupaba, con razón, del gasto excesivo y del trajín que ocasiona un convite
en una mesa modesta. Los días en que tuvo algún invitado se distinguieron
siempre por un estrépito de vajilla rota, chillidos horribles y lágrimas
tumultuosas de la joven criada, Eufemia; por un humo asfixiante que difundía en
toda la casa un tufillo de cocina, y al invadir el estudio donde Bergeret se
recogía para trabajar disipaba las imágenes de Eneas, de Turno y de la tímida
Lavinia. Sin embargo, le satisfizo mucho saber que su discípulo predilecto
comería con ellos aquella noche, porque le agradaba el trato social, y se
complacía en las conversaciones prolongadas.
La señora de Bergeret añadió: