El mal venía de muy antiguo: estaba en las raíces mismas de la
Retórica; arte que nació entre los sofistas, ora fuese su inventor Tisias, ora
el leontino Górgias. No brotó, como la Poética, de la inteligencia sobria y
madura de Aristóteles, que la basó en la observación y en el análisis de la
tragedia antigua. Si la teoría ha de ser de algún provecho, debe venir siempre
después del arte. Con la Retórica sucedió lo contrario. Hubo en Atenas sofistas,
retóricos y maestros antes que apareciesen los grandes oradores áticos, si
exceptuamos a Perieles. De aquí ese espíritu sutil, esa selva de divisiones, esa
disección materialista de lo que es espiritual e intangible, esos mil efugios,
para la astucia del abogado, y esos preceptos casi ridículos sobre la
pronunciación y el gesto, tales como pudieran aplicarse a un autómata o a un
maniquí.
Volvamos a Marco Tulio, que en la Invención no
habla por cuenta propia, como lo hizo en sus admirables diálogos del
Orador, donde supo evitar muchos de los resabios, de la Retórica antigua,
y hacer tolerables y amenas hasta las cuestiones de poco interés, que no se
atrevió a suprimir. No así en el libro que vamos recorriendo, ni tampoco en la
Retórica a Herennio que la sigue, aunque esta obra tiene partes menos
enfadosas que la primera, a la vez que presenta un conjunto más armónico y
completo.
Sobre la paternidad de esta obra (conocida en el siglo XV con
el nombre de Retórica Nueva de Tulio por haber sido descubierta después
que el tratado de Inventione), se ha disputado mucho, atribuyéndola unos
a Cicerón y otros a un cierto Cornificio que no se sabe a punto fijo quién
fuese. A la verdad, el lenguaje no difiere mucho del que usaba el insigne
orador; y a nombre de Marco Tulio citan fragmentos de esta Retórica escritores
de los siglos IV y V. Tampoco puede negarse que si no la ordenación y forma
definitiva del tratado, a lo menos la doctrina es del todo ciceroniana, y lo son
muchas veces hasta las palabras. Si bien se examinan, los dos primeros libros no
son más que un extracto bien hecho de los de Inventione, y hay
trozos idénticos. Por esto, y por ajustarme al común sentir de los editores
de Cicerón, pongo esta obra entre las suyas, como pondré asimismo alguna otra
cuya autenticidad anda en tela de juicio.