Por el contrario, en los diálogos del Orador no ve ya lo
perfecto en la selección y depuración de las bellezas naturales, sino en la idea
superior que vive y reina en la mente del artista, y no recuerda el ejemplo de
Zéuxis, sino el de Fidias, que al hacer la figura -de Jove o de Minerva- no
contemplaba ni copiaba ninguna hermosura real, sino cierta idea o especie
de admirable hermosura que llevaba en su pensamiento, y ella dirigía la mano
del artífice: «Neque vero ille artífex cum faceret Jovis jormam aut Minerva
contemplabatur aliquem e quo similitudinem duceret, sed insidebat ei species
quaedam eximiae pulchritudinis, quam intuens in eaque defixus ad illius
similitudinem artem et man un dirigebat.
Entre una y otra concepción, sin duda que hay un abismo.
Uno de los trozos más notables y originales del libro de la
Invención es el proemio. Aquella duda prudentísima de «si trae mayores
males que bienes a los hombres la facilidad de hablar y el estudio desmedido de
la elocuencia;» confesión preciosa en boca de un hombre que consagró a ella lo
mejor, y más granado de su vida: aquella descripción del nacimiento de las
sociedades, cuando rendidos los hombres, antes duros y salvajes, a la elocuente
palabra de un varón grande sin duda y sabio, se agregaron en uno,
saliendo de las selvas, y levantaron las primeras ciudades: aquella pintura del
estado de la elocuencia cuando sólo se empleaba para el bien y para la justicia,
y aquella súbita degeneración así que la oratoria se divorció de la sabiduría y
de la virtud, comenzando a preferir el pueblo a los más osados y locuaces, al
paso que los sabios, como refugiándose de la tempestad al puerto, se
daban a estudios más tranquilos: la exhortación que el retórico les hace, para
que no abandonen la República en poder de los necios y malvados, recordando el
noble ejemplo de Catón, de Lelio y de los Gracos... todo esto está lleno de
sabiduría, de elevación y grandeza.