Y digo todo esto porque a no pocos lectores, prevenidos
con el estruendo y ruido que el nombre de Cicerón trae consigo, han de
parecerles indigestos y de poca sustancia los tratados que en este primer tomo
figuran. También yo los hubiera suprimido de buen grado si se tratase de hacer
una edición escogida. Pero no es este el caso, y el que desee conocer a Cicerón
debe tomar las dulces juntamente con las amargas. Tiene el ingenio, como el
cuerpo, sus períodos de infancia, juventud y virilidad: no madura la fruta en un
momento, ni se va de un salto a la perfección que cabe en lo humano. Si el
atleta ni el vencedor en el estadio o en la cuadriga obtienen la corona ni
llegan a la ansiada meta sino después de mucha labor y ejercicio; y ya nos
advierte Horacio que el citharedo de los juegos Píticos debe sudar y
trabajar mucho cuando niño. Ni encierran menos provechosa lección los primeros
pasos que los adelantos últimos.
Son, pues, en su mayor parte ensayos y obras imperfectas los
tratados de retórica que este primer tomo contiene. El mismo Cicerón hacía tan
poca cuenta de ellos, que al enumerar en el tratado De divinationo sus
obras didácticas de oratoria, las reduce a tres: De
Oratoe.-Brutus-Orator. Pero de la mesa de los próceres de la
inteligencia pueden recogerse hasta los despojos y relieves, y bastan ellos para
alimentar y enriquecer a los que saben y pueden menos.
Es el primero de los tratados que este volumen contiene el
De Inventione Rhetorica, que más que obra formal parece una colección de
apuntes de clase, en que quiso compendiar Marco Tulio lo que había oído a los
retóricos, sus maestros, y lo mejor que se hallaba en los preceptistas griegos.
«He tenido a mi disposición (nos dice) todos los autores que han florecido desde
el origen de estos estudios hasta nuestros días.» Se aprovechó mucho de la
retórica de Aristóteles, «el cual (sigue hablando Marco Talio) reunió en un
cuerpo de doctrina todos los antiguos escritores de este arte, desde su príncipe
o inventor Tisias, y expuso nominalmente los preceptos de cada uno con mucha
claridad y diligencia, y tal gracia y brevedad añadió a las obras de los
inventores, que nadie los conoce y lee, al paso que todos acuden a
Aristóteles.»