La Retórica en el sistema de Aristóteles viene a ser una
confirmación o apéndice de la Dialéctica. Y no porque el Estagirita careciese de
gusto y saber artístico, que bien claro manifiesta lo contrario en su admirable
himno de Hermias y en los fragmentos de la Poética, sino porque atento
sólo a la invención de los argumentos y al delicado análisis de las pasiones, y
alejado de las luchas del foro, no atendió tanto como Marco Tullo o Dionisio de
Halicarnaso a los primores de la elocución y del estilo.
No podía Cicerón contentarse con las enseñanzas de Aristóteles,
y acudió a otra escuela «consagrada del todo al arte y a los preceptos de la
palabra.» La cual no era otra que la del «grande y noble retórico Isócrates,» en
quien el aliño y el amor a la hermosura de la frase llegaron hasta el extremo de
emplear diez años en la composición de su Panegírico.
Pertrechado Cicerón con tales autoridades, sin olvidar otras,
sobre todo la de Hermágoras, a quien cita más de una vez, procedió en la
Invención con criterio ecléctico, tomando lo mejor de unos y otros. De su
cosecha añadió poco, porque aun no se sentía con fuerzas para volar con alas
propias. Tan cierto es esto, que sus principios estéticos en este tratado son
mucho menos independientes que los que después sostuvo, sobre todo en el
Orator, sive de optimo genere dicendi.
Cuando escribe los libros de Inventione, consiste para
Marco Tulio la perfección en elegir ex onmibus optima, no proponiéndose
un solo ejemplar o modelo. Cree evitar los escollos de la imitación con elegir
de muchos, a la manera que Zéuxis tomó por modelos a cinco vírgenes de Crotona,
«porque no creía encontrar en una sola todas las condiciones necesarias para la
hermosura, dado que la naturaleza en ningún genero presenta obras
perfectas.»