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La señora de Herquancy se dirigió hacia un escritorio antiguo cuya parte superior abierta dejaba ver sus diminutas gavetas a ambos lados de un estrecho compartimiento. En este compartimiento se alzaba en un marco encantador, su fotografía... la fotografía de ella de Solange. Era un retrato que su marido no conocía porque ella lo había mandado hacer para Pedro Bernal, durante la más larga ausencia del Conde esa ausencia por tanto tiempo y tan voluntariamente prolongada que la joven había podido concebir la ilusión de una existencia completamente distinta en la que al fin era amada según su corazón, en la que al fin era dichosa. El hombre en quien Solange creía ver al señor de Herquancy, pero siempre con una incertidumbre trágica se apoderó de ese retrato. Antes de hacerlo desaparecer fijó en él por un instante su mirada una mirada que ocultaban los cristales teñidos de sus anteojos. Después, cuando lo hubo introducido en su pelliza, comenzó a explorar, con ademanes nerviosos, las gavetas del mueblecito. Casi todas estaban vacías. En algunas rodaban pequeños objetos de mujer, guantes olvidados, un pañuelo, una borlita de polvos una cinta. -Las cartas... aquí -balbució Solange, indicando la parte inferior del escritorio cerrado con llave. Se quebró las uñas contra la entrada de bronce de la cerradura. Pero, obedeciendo a una señal del amo, el más pequeño de los tres hombres, de aspecto desmañado e inferior, deslizaba ya una fuerte hoja de acero por debajo de la delgada tablita que se alzó, se rajó. Las manos robustas y apresuradas arrancaron la leve madera. Aparecieron papeles. En su mayor parte eran paquetes, atados con cintas de seda. Otros estaban desparramados, con o sin sobres. Se podía reconocer en ellos la letra de la Condesa de Herquancy. El hombre que había reclamado esas cartas las tomó todas, con el cuidado manifiesto de no dejarlas ni tocar siquiera por sus cómplices. Después, dentro de sus dedos de hierro, asió un brazo de Solange. Y, a una orden suya el tercer individuo se apoderó del otro brazo. Los dos se llevaron así a la joven. En ese momento, Solange hizo un movimiento de atención hacia el segundo personaje de la trinca hacia la persona esbelta y seguramente joven que presenciaba esas cosas sin tomar parte en ellas. La única iniciativa de que esta persona dio prueba -y sin duda esto fue lo que, llamando la atención de la Condesa determinó su observación-, se produjo precisamente entonces, en el cuidado de apagar las lámparas. Su figura contra la luz, que desapareció de pronto, grabó una imagen indeleble en el cerebro sobreexcitado. A pesar de la cargazón de las líneas bajo el salvaje abrigo de pelos, ese no sé qué personal que crea todo ser rigurosamente único, subsistió en la elegancia del conjunto, el porte de la cabeza el ritmo de la acción. Inmediatamente estos indicios despertaron analogías confusas en la infeliz, que quería saber: «¡Lo conozco!.. ¡lo conozco!..» se dijo la Condesa. Después, otra vez todo se borró en ella salvo... salvo lo que la eternidad no borraría jamás. Visión a la cual no se habría arrancado ella nunca y a través de la cual, con una rapidez de demencia fuerzas monstruosas la arrebataban. |
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Consiga El calvario de una mujer (tomo I) de Daniel Lesueur en esta página. |
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