Dos seres que se atraen mutuamente fuera de la recta vía por las nobles afinidades de su naturaleza cometen una falta más grande quizá, pero más irremediable por cierto, que los seres de vanidad, de sensualidad, de capricho.
He ahí cómo, con el enternecimiento de su gratitud, de su piedad, justificaba Solange su arriesgado paso. Encontraba la disculpa de él, sobre todo, en su ansiedad maternal.
Pedro le había escrito:
«Es absolutamente necesario que concertemos algo para nuestro querido hijo. Quizá me vea obligado a quitárselo de un momento a otro a la buena persona que lo cría. Tengo motivos para creer que sospechan la existencia de él. Lo temo todo; si no por nuestro hijo adorado, por nuestro secreto al menos»
Frases tremendas para el que conociera el carácter del Conde Máximo de Herquancy. Fulguraron, por lo tanto, en la mente de Solange. Un deslumbramiento hizo palpitar sus párpados. Sus piernas, a pesar del desfallecimiento repentino que hizo presa de ella la precipitaron hacia delante.
Se acercaba ya al Sena. Unos cuantos pasos más, y doblaría el ángulo del camino. Distinguiría la reverberación del río, y, enseguida a la derecha el portón de hierro cubierto de hiedra ennegrecida por él otoño, detrás del cual tan febrilmente debía estarla esperando Pedro.
La casualidad favorecía la audacia de los amantes. ¡Nadie!.. La señora de Herquancy no se había encontrado con nadie, ni en París ni en el trayecto. Y allí ¡qué soledad tranquilizadora! Su plan, dicho sea de paso, había sido combinado diestramente.
A las tres había salido de su palacete en la Avenida Hoche, no sin haber abrazado prolongadamente, locamente, con una mezcla de remordimiento y de angustia misteriosa a su hija el vástago legítimo, Bérangère de Herquancy.
-No parece sino que partieras para un largo viaje -observaba la nerviosa niña. -Estarás de vuelta pasado mañana. Lo prometes ¿no es cierto? Y, si te dejaras estar más tiempo, si abuelita estuviera verdaderamente enferma ¿me harías llevar a la Louvette, con la señorita?
-Convenido.
-¿Qué tren vas a tomar? -preguntaba luego la niña.
-Eso depende de las diligencias que tengo que hacer. El de las seis, seguramente. Me pondré en Montereau a las siete y cuarenta y llegará a la Louvette a la hora de la comida.
-No moleste a su mamá, Bérangère -decía la institutriz. -Bastante la contraría tener que dejar a usted. Pero, señora -agregaba la buena persona -vaya sin cuidado. Entro el señor Conde y yo, la niña estará bien cuidada.
Y de esa manera tomando, en vez del tren de las seis, el de las tres y treinta y cinco, Solange podía bajar en Bois-le-Roi, y pasar allí las últimas horas de la tarde antes de volver a tomar el expreso de Montereau para entrar en la Louvette, el castillo de sus padres, a tiempo de participar en la comida de las ocho.