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Al lado de ella, una alta figura envuelta en una pelliza... La verdad se abalanzó con las garras abiertas, sobre ese corazón jadeante de mujer. En ese instante, Solange habría muerto de veras, de intolerable angustia si la energía del furor no la hubiera sublevado.

La señora de Herquancy se irguió, tan vivamente que el coloso dio un paso atrás.

-¡Asesino!.. ¡Yo sabré quién sois!.. -rugió.

Su arranque, como su grito, fueron los de una leona. Sus manos se precipitaron para arrancarla máscara, los gruesos anteojos, grotescos asustadores... ese atavío de automovilista más siniestro entonces, más secreto, que el antifaz de terciopelo de los «braví» venecianos.

Pero sus puños se abatieron inmediatamente, quebrados por una torsión cruel. Al mismo tiempo, Solange vio, destacándose de la sombra que formaba el vano de la puerta en la noche ya obscura otras dos figuras no menos misteriosamente disfrazadas que esa: una baja y gruesa, la otra delgada a pesar de la envoltura de áspero pelo, tipo elegante y casi alto, a un lado del primer personaje el que había apuñalado a Pedro y el que trituraba entonces los puños a Solange.

En presencia de esos hombres, que acababan de matar a su amante, que podían hacer de ella lo que quisieran, y que tan incognoscibles eran bajo la complicidad de un traje moderno, más hermético apenas que el de un paseante cualquiera, en el ánimo de la Condesa de Herquancy desapareció el terror, en el arrebato de la indignación, del desprecio, de un odio frustrado por el misterio, y más frenético por eso mismo.

-¡Cobardes!.. ¡Cobardes!.. -murmuró. -¡Son tres!..

Repitió en voz más alta el insulto, que su altivez hacía supremo, como la hacía también la intraducible vibración de su acento:

-¡Sois unos cobardes!.. ¡Cobardes!..

Y agregó con una sonrisa sarcástica:

-Pero quitaos la careta si no tenéis miedo a una mujer... O decid algo, para que no olvide nunca vuestra voz...

El más grande el que la tenía sujeta con brutal opresión, habló, en efecto, y, desde la primera sílaba Solange se estremeció toda como atravesada por un sacudimiento galvánico.

-¡Nada de declamaciones, nada de ruido! -ordenó el asesino, en voz baja pero con una autoridad indecible. -Tengo derecho a hacer lo que estoy haciendo aquí. ¿Dónde están vuestras cartas?

-¡Mis cartas!..

Los dientes de la desgraciada castañete aron de espanto. Temblaba a pesar de su fuerza de ánimo. ¿Qué suplicios le preparaba el porvenir, junto a los cuales parecía soportable la infernal escena de esa noche?

Acababa de reconocer a su marido. Por lo menos, así lo creía. La sombra de duda que todavía le quedaba no hacía más que ensanchar el abismo. Porque esa duda la paralizaba, tendía todas sus facultades hacia la fugitiva certidumbre, la impedía encontrar el acto, la palabra que tal vez habrían atenuado algo lo irreparable si hubiera tenido en ella la seguridad de esa presencia.

 
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de Daniel Lesueur

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