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La Condesa lo veía adelantarse hacia ella con debilitaciones, con vacilaciones, que parecían calcadas sobre su paso vacilante. Distinguía entonces un cupé limosina con dos figuras cargadas de pieles en el asiento delantero. Imposible discernir os rostros, ni saber, si había alguien más en el interior.

Una angustia paralizó a Solange. Fragmentos de reflexiones remolinearon en su cabeza. La espiaban. Esa gente quería establecer la identidad de la paseante solitaria. ¿Volvería ella sobre sus pasos? ¿Seguiría su camino, pasando al otro lado de la casa-quinta para chasquear a los curiosos? Pero ¿hasta dónde iría así? No podía pensar en cansar al automóvil o en entrar en alguna parte, en alguna de esas casas inhabitadas por la estación.

La única cosa posible era refugiarse en el asilo donde Pedro la esperaba. Solange se dio cuenta de esto y el instinto la impulsó a obrar en tal sentido. Detrás del portón cerrado, los dos juntos lo desafiarían todo. Excepto la intimación de un comisario de policía. Pero eso no podía temer ella. Su marido, si tenía sospechas, recurriría a las peores venganzas, nunca a la abyecta intervención de los polizontes. Lo que tenía que hacer, pues, era entrar cuanto antes. Pedro ocupaba la casa baja con nombre falso. Y nadie, con la noche que estaba ya encima se cercioraría de que, bajo el espeso velo de encaje, se disimulaba el rostro de la ondosa de Herquancy.

Volvió el valor a Solange. El refugio de los brazos tan queridos, de corazón tan fuerte, lo, pareció de pronto locamente deseable en medio del silencio pérfido de la noche bajo la amenaza indefinible de los hombres. Una atracción invencible la lanzó hacía adelante, hacia ese portón, del otro lado del cual estaría la salvación, la intimidad, la solicitud infinita las caricias arrulladoras, las dulces palabras que tranquilizan.

Sí; Pedro estaba allí, esperándola. Ella notó el movimiento de su mano en la cerradura el roce de sus ropas contra la cortina de hiedra su respiración casi. Si no se aventuraba a asomarse para verla era porque a él también lo alarmaban las idas y venidas del automóvil, y se imponía a causa de ella la prudencia.

Solange susurró por un intersticio del postigo de hierro:

-Soy yo.

Luego, como el sospechoso vehículo sé parara justamente detrás de ella, junto a su espalda a menos de un metro, Solange, presa de terror, tiró violentamente del cordón de la campanilla. Y ésta vibró.

¡Cómo iba a resonar después, eternamente, en el fondo de su ser, horrible toque a agonía ese grito del metal en la inmensa calma nocturna!.. Tal fue la fulminante rapidez de lo que siguió a eso, que el aire se estremecía aún con las vibraciones cuando los ojos de la desdichada vieron lo inolvidable.

Junto con lo que ella llamaba Pedro Bernal abrió. Solange tuvo tiempo de distinguir ¡por última vez!.. en la sombra descolorida la estatura esbelta el bello semblante altivo, la mirada que la envolvió en dulzura ardiente. Pero instantáneamente vio que esta mirada querida pasaba por arriba de ella se fijaba más atrás, turbada da aprensión repentina.

 
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de Daniel Lesueur

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