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Esa voz agregó:

-Sí; el tren que debíais tomar en París a las seis... lo habréis tomado, en efecto. Llegaréis al castillo de vuestros padres a la hora de la comida. Porque no habéis mentido a vuestro marido, á vuestra hija. Sois una esposa irreprochable una madre sin tacha. Lo demás no existe.

La Condesa de Herquancy escuchó estas frases. No sintió ironía en ellas, sino una voluntad tan fuerte, que creyó estar oyendo la orden misma de la fatalidad.

Acechó las entonaciones. Paralizada en lo horrible encontraba de repente una especie de calma para aplicar todas sus facultades a la solución del problema:

«¿Es Máximo?»

Mientras las sílabas vibraban todavía trataba de rememorar sílabas semejantes, pronunciadas diariamente por el Conde. ¿Era realmente la misma calidad de timbre?.. Eso que, con seguridad, es lo más personal que hay en el hombre, más personal que los ojos, espejos del alma. Porque los ojos, separados del rostro, se hacen desconocidos. Mientras que una voz, hasta en la obscuridad, hasta en la laminilla de un teléfono o en el cilindro de un fonógrafo, separada del ser a que pertenece, es la manifestación más poderosa más irrefutable de esa persona.

«Sí, es Máximo -pensaba la desdichada; -desfigura su acento, trata de chasquearme. Pero ¿por qué?.. ¿Por qué no descubrirse enseguida? ¿No soy yo su presa su cosa? El tiene a la ley en su favor... El es el único en el mundo que podía alegar el derecho monstruoso de matar a Pedro... Me tiene en su poder por mi falta... ¡por mi hija!.. El miserable que está aquí, junto a mí, si disimula su voz no es él...»

De pronto una idea la dejó estupefacta mientras estaba despertando ecos de palabras, que comparaba... No encontraba ya en ella de una manera segura la voz de su marido. Hacía tanto tiempo que esa voz no era más que un sonido lejano, Fin acceso al fondo de su alma... La indiferencia del corazón había hecho inerte el oído. Con mucha frecuencia cuando Máximo hablaba la mente de Solange estaba en otra parte.

«No sé ya... No sé ya...» balbució con extravío.

Luces, casas, aparecieron. Espaciada al principio, después más próximas. Y he aquí que en las aceras, a lo largo de las apacibles fachadas, delante de las tiendas relucientes de gas, circulaba gente para la que la vida no había cambiado espantosamente desde hacía un momento. Ese espectáculo familiar, esos transeúntes, esa realidad inofensiva por el contraste, desencadenaron en la señora de Herquancy una rebelión frenética. Sin reflexionar, se levantó. Sus brazos se tendieron, su boca se abrió. Gritó, pidió socorro. Todo su pobre ser, convulsionado por su sufrimiento sobrehumano, se desahogó en un clamor desesperado:

-¡Socorro!.. ¡Son asesinos!.. ¡Quítenles la careta!.. ¡Deténganlos!..

El mugido del vehículo, el viento de la carrera, sofocaron, arrebataron esos gritos. Si alguien creyó penetrar su sentido, ese alguien no pudo impresionarse sino cuando el automóvil estaba ya lejos.

 
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de Daniel Lesueur

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