De nuevo, manos violentas apresaron a la joven. El cristal, abierto al principio, para que el aire la sacara de su síncope, fue bajado apresuradamente. Después resonaron en su oído estas palabras, en un susurro de rabia y de amenaza:
-¡Infame!.. porque vuestro amante ha muerto queréis la vergüenza y la ruina de todos los vuestros. ¡Hacedlo!.. Arrojad a dos familias en vuestro fango. Pero, entonces, habrá otra sangre en ese fango... Y sangre que os es querida.
«Porque mi amante ha muerto...» se repitió Solange, en tanto que un estupor horrible un frío mortal la paralizaba. «Porque mi amante ha muerto... Y yo soy la Condesa de Herquancy... Y mis padres, él Marqués y la Marquesa de Alligné, me aguardan esta noche... Y mi marido espera una embajada... Y mi hija, mi hija...»
Inmóvil, presado una especie de atontamiento, veía flotar en ella imágenes; el comedor de la Louvette con las dos viejas cabezas queridas bajo la claridad de la araña... Salones oficiales, en los que su marido, el arrogante Máximo, paseaba el orgullo de su nombre, un glorioso recuerdo militar, el prestigio que ejerce un carácter inflexible y secreto. Y, sobre todo... sobre todo... la sala de estudios donde había abrazado a su pequeña Bérangère pocas horas antes... Los ojos azules de la niña se alzaban hacia ella...
Todo resorte se quebró en Solange. Las duras manos que la oprimían sintieron el doblegamiento de las fibras y de los nervios, como sí la substancia misma de esa brillante criatura se hubiera fundido de dolor.
En ese momento, el automóvil se detuvo. Tres de sus ocupantes bajaron: dos hombres y una mujer. Por un instinto de pudor defensivo, la mujer, aunque desfalleciente, tuvo la presencia de ánimo y la viva destreza de bajar en torno de su cabeza el espeso velo, arrebatado por su temeraria empresa amorosa. Por otra parte, nadie se fijó en ellos.
Esperaron, en un rincón un tanto obscuro del andén, que llegara de París el primer tren en dirección a Montereau, lo que no tardó- en suceder.
Uno de los hombres, el personaje delgado y elegante que había dicho: «Habría que retirar el «puñal», corrió a lo largo de los coches para encontrar un compartimiento vacío. Precisamente no había nadie en «Señoras solas»
Se vio a dos caballeros, en traje de automovilistas, llenos de solicitud para una graciosa compañera que la izaban, la instalaban, lo más galantemente del mundo; y tal vez algún observador se sorprendió de que después de atenciones tan manifiestas, esos personajes se despidieran de la dama sin descubrirse. Pero esto se explicaba por la complicación de sus herméticos tocados. Se volvieron a su automóvil, no sin haber verificado antes, por una atención postrera que el tren se ponía en plena marcha... El vehículo de ellos partió enseguida a su vez, con un andar no menos rápido.
Sola acurrucada en el rincón de un coche con los ojos agrandados y fijos, los dedos torcidos juntos hasta quebrarse la Condesa de Herquancy trataba de ver de frente, todo el horror de su destino.