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La edad, la salud precaria de la Marquesa de Alligné, sus quejas constantes de no recibir con bastante asiduidad las visitas de su hija daban a ésta un pretexto para cortas ausencias. Pero no abusaba de él. Porque para Solange y para Pedro, había concluido la embriaguez, la ilusión, el amor ciego, trastornado, que no quiere saber si hay un mañana. La vida extrañamente cómplice de su falta antes, les pedía entonces cuenta de ella. Aceptaban el fin de la alegría pero no de la ternura. Nunca se habían amado mejor, más ardientemente, más decididamente, que en la separación y en la ausencia de toda esperanza.

Además, ahí estaba el hijo de ellos, su queridito Emilio.

«¡Si por casualidad fuera a verlo ahora!.. » pensaba Solange con una palpitación súbita del corazón, «Pedro piensa cambiarlo de lugar. Tal vez me prepara la sorpresa...»

El esbozo de esta idea no terminó. Un ruido repentino hizo estremecer a la señora de Herquancy.

Era un mugido, un zumbido de automóvil. El vehículo acababa de surgir detrás, en un recodo del camino. Lanzado a toda velocidad, la alcanzó, la pasó, antes que ella tuviera tiempo de observar o de reflexionar. Torbellino confuso, obscuro, además, porque los faroles no estaban encendidos. Un poco de sombra desencadenada en medio de la sombra muda de la tarde.

Solange sufrió un temblor. Pero su ansiedad no duró.

«Aun cuando esos locos fueran relaciones mías, no habrían podido distinguir mis facciones debajo del velo, en la penumbra y con su velocidad insensata»

Sin embargo, como el automóvil había tomado por el camino al borde del agua la joven moderó el paso antes de aventurarse también por esa vía. Precaución excesiva. Sólo mientras se daba uno cuenta de eso la vertiginosa máquina debía estar a muy lejos.

Pedro la ha oído. Pedro debe sentirse inquieto por mí. Porque está contando mis pasos, con los en el reloj, desde la llegada del tren»

¡Ah! Pedro... Ese nombre, esa imagen, en él alma ardiente, embriagada de melancolía reconquistada por esa presencia ya próxima. ¡Al fin!.. ¡al fin!.. Ahí está la sábana centellante del río, en el que se concentra la luz moribunda. Ese terrado, con su seto deshojado, es el de la casita. Solange cree ver que la verja se entreabre. Se precipita... Va a acurrucarse sobre el corazón de su corazón...

En ese mismo instante, la Condesa de Herquancy entró en un infierno sin nombre. Ante todo, el sobresalto de oír renovarse a poca distancia el ruido del automóvil, que volvía a ponerse en marcha.

«¿Se había parado entonces aquí, junto mismo a la casa? ¿Cómo?.. Pero ¿qué es esto, Dios mío?.. ¡Vuelve atrás ahora!.. La masa sombría del vehículo, siempre sin faroles encendidos, se acercaba lentamente esta vez. Y asaltó a Solange la idea asustadora de que el andar del carruaje se regulaba por el suyo.

 
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de Daniel Lesueur

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