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NOCHE SANGRIENTA El tren de París se detuvo. Y se oyó en la fresca campiña llena de silencio, en la que el crepúsculo de noviembre caía un jadeo de máquina un zurrido de vapor que se escurre, portezuelas que se golpean y el grito de los empleados galopando a lo largo de los coches: -¡Bois-le-Roi!.. ¡Bois-le-Roi!.. Y casi enseguida tan pocos eran los viajeros que debían bajar o subir allí, el estridor desgarrador del silbato, el gran resuello, lento al principio, acelerado luego, de la locomotora que reanudaba la marcha un estrépito sobre los rieles; todo esto fundido en breve en una cadencia suavizada borrada por el espacio, cada vez más lejana que, sin embargo, moría muy lentamente. Con una atención involuntaria Solange de Herquancy, sin dejar de apretar el paso, oía apagarse las últimas vibraciones, infinitamente distantes, de ése rumor tenaz. Ese era el único eco de la existencia que la seguía por los caminos sombríos, desiertos. ¿No entraba ella entonces en el ensueño? Tan pronto como al saltar del coche había puesto el pie en el andén de la pequeña estación, se había lanzado, volviendo la espalda al pueblito, hacia uno de los caminos que bajan al Sena. Ningún ruido por ese lado. Ni una sola luz. En medio de la atmósfera gris de la tarde ya toda impregnada de invierno y de sombras nocturnas, las fachadas de las casas-quintas, con sus postigos cerrados, expresaban la tristeza de la temporada. Una vida furtiva de recuerdos se estremecía asustada en el fondo de los parques abandonados. Solange habría sentido la magia lúgubre de la hora y del lugar, se habría sobrecogido tal vez de temor muy natural, en una soledad semejante, si un sentimiento más fuerte que el miedo no la hubiera alzado entonces, podría decirse arriba da las cosas. «Por mi hijo» se decía «es por lo que vuelvo á tomar hoy el camino de las citas de amor. »¡Nuestras citas!.. El mismo Pedro no las exige ya. El está seguro da mi corazón, como lo estoy del suyo. ¡Mi dulce amigo! ¡Mi verdadero esposo!.. El se sacrifica por mi seguridad. Me evita la tortura de los ardides mezquinos de los humillantes subterfugios. Sobre todo, salvaguarda nuestro secreto, por nuestro hijo. ¡Es admirable mi Pedro! ¡Es heroico! Pagar con todas las abnegaciones las raras y cortas dichas de una locura apasionada es, por lo general, a suerte de las mujeres. Los hombres no tienen esos escrúpulos, esas delicadezas de conciencia esas consagraciones absolutas. ¡Qué no hará él para que la Condesa de Herquancy se conserve libre de toda sospecha y para que el hijo que le ha dado ella siga disfrutando por entero del cariño paternal, un cariño que se esfuerza por compensar todo lo que a la adorada criatura le quita el misterio de su nacimiento! Una ola de gratitud hinchaba ese corazón de mujer, elevando en él el amor arriba del amor. Porque lo que la ligaba al amante hacia quien corría entonces en secreto, a pesar de los más terribles peligros morales y sociales, era una de esas cadenas fuertes e indestructibles que dan fondo en lo más insondable del alma y que sacan su fuerza de resistencia no tanto del deleite y del placer como del sacrificio y del dolor. |
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Consiga El calvario de una mujer (tomo I) de Daniel Lesueur en esta página. |
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