También yo quise salir del camarote, y me asomé a
la puerta. El pasillo, estrecho y envuelto en penumbra, estaba desierto. No
lejos de la puerta relucían los adornos de latón en los
peldaños de la escalera que subía a cubierta. Miré hacia
arriba, y vi gente con bultos y maletas en la mano. Era evidente que dejaban el
vapor, como yo tendría también que dejarlo.
Cuando llegué a cubierta al mismo tiempo que los otros y
me acerqué al puentecillo que conducía del vapor a la orilla,
todos me gritaron a una:
-¿Qué chiquillo es éste? ¿De
qué familia eres?
-No lo sé.
Largo rato me zarandearon de un lado a otro,
sacudiéndome y dándome codazos. Finalmente apareció el
marinero del pelo gris, qué me cogió de la mano, y dijo:
-Este es el niño de Astracán, que venía en
el camarote.
Rápidamente me llevó otra vez abajo, me puso
sobre los bultos y me dijo, amenazándome con un dedo:
-Te quedas aquí, ¡y pobre de ti si te muevesl
El ruido sobre mi cabeza era cada vez más recio, y el
vapor no temblaba ni cabeceaba ya en el agua. Ante la portilla se alzaba una
pared húmeda. Dentro del camarote estaba oscuro y el aire era sofocante;
los bultos parecían como hinchados y me oprimían, y todo me
resultaba incomodísimo en el estrecho recinto. ¿Irían a
dejarme allí para siempre, solo en el vapor desierto?