De su ser trascendía un no sé qué amable,
simpático, atrayente. Desde los primeros días hice amistad con
ella, y ahora habría querido que dejara conmigo aquella habitación
lo más pronto posible. La conducta de mi madre me oprimía, y sus
llantos y sus gemidos despertaban en mí una sensación nueva e
inquietante. La veía así, por primera vez; porque, de ordinario,
era siempre muy severa, hablaba poco, y era tan grande, tan aseada y tan tiesa
como un caballo; tenía el cuerpo recio y unos brazos tan fuertes que
daban miedo. ¡Y ahora me ofrecía un aspecto tan desagradablel...
Estaba hinchadísima y desgreñada y todo en ella era desorden. El
pelo, de ordinario muy bien peinado, que rodeaba su cabeza como una corona
grande y lustrosa, le caía en parte sobre la cara y en parte sobre los
hombros desnudos, y una mitad, trenzada aún, oscilaba sobre el dormido
semblante de mi padre.
Permanecí un rato más en la habitación sin
que mi madre me mirara una sola vez; seguía peinando a mi padre y
llorando y gimiendo sin interrupción.
Unos hombres negros, conducidos por un policía, se
asoman a la puerta.
-¡Despachad prontol -exclamó ásperamente el
policía, ya en el aposento.
La ventana tiene delante un paño oscuro que flamea como
una vela. Yo había ido una vez con mi padre en una embarcación que
tenía una vela como aquel paño. Súbitamente rugió un
trueno; mi padre rompió a reír, me apretó contra sus
rodillas y exclamó:
-No tengas miedo, que no te hará nada.