-Bueno, como quieras -me dijo, bondadosa, anudando el pelo en
una trenza, y, mirando hacia el sofá donde yacía mi madre boca
arriba, exclamó-: Dime una cosa, ¿cómo ha sido que has roto
la botella de leche? Pero habla bajito.
Dijo estas palabras cantando de un modo peculiar, y se me
quedaron fácilmente grabadas en la memoria. Eran como flores, tan
amables, tan claras, tan jugosas... Cuando sonreía, se ensanchaban sus
pupilas, oscuras como cerezas, e irradiaba de ellas un fulgor inefable y
agradabilísimo; los blancos y fuertes dientes asomaban, brillantes, y, a
pesar de las muchas arrugas que surcaban la morena piel de sus mejillas, todo su
rostro parecía juvenil y animado. Sólo lo desfiguraba la blanda
nariz de punta rojiza y de ventanillas muy anchas. Mi abuela tomaba rapé
de una tabaquera negra con adornos de plata, y de cuando en cuando sorbía
un polvito. Todo su aspecto tenía algo sombrío; pero de su
interior, por los ojos, irradiaba una serenidad inextinguible, fervorosa y
alegre. Era cargada de espaldas, casi jorobada, y a pesar de todo estaba muy
entera; pero se movía con suavidad y con soltura, como una gata grande, y
además, era tan suave como este amable animal. Antes de su llegada, yo
había dormido, por decirlo así, en la sombra; pero su
aparición me despertó, me trajo a la luz, ligó cuanto me
rodeaba con un hilo irrompible, y lo trenzó en una telaraña
policroma; desde el primer momento, me fue cara para toda la vida, y se me
adentró en el corazón como nadie en el mundo; era para mí
tan íntima, tan comprensible como ninguna otra persona. Su altruista amor
al mundo me hizo rico, me dio fuerzas y reciedumbre para la lucha por la
vida.
Hace cuarenta años; los vapores iban aún muy
despacio; nuestro viaje hasta Nijni Novgorod duró mucho tiempo, y
todavía recuerdo mucho aquellos días, que me enseñaron a
disfrutar de la belleza.