El vapor se detuvo delante de la hermosa ciudad, en medio de la
corriente del río, que estaba cubierto de embarcaciones. Centenares de
afilados mástiles subían al cielo como espinas de un erizo
monstruoso. Se acercó un bote grande con muchos pasajeros; se
aferró con los bicheros a la escala del buque, y cuantos en él
llegaban subieron a bordo. Delante de todos iba un anciano, pequeño y
enjuto, de luenga levita negra; corta barba, corrida, roja y con brillo de oro;
ojos verdes y nariz de halcón.
-¡Papá! -exclamó mi madre, con su voz
profunda; y corrió hacia él, que le abrazó la cabeza, le
acarició las mejillas con sus manos pequeñas y rojas, y
exclamó con voz chillona:
-¡Ah! ¡Ah, tontísima mía! ¡Ya
estás aquí!... Ahora, mira... ¡Ah! Me parecéis...
Mi abuela, que daba vueltas como un peón, besaba y
abrazaba a todos al mismo tiempo; a mí me empujó por en medio de
toda la gente y dijo presurosa:
-¡Ea, ven prontol!
Aquel es el tío Mijailo; aquel otro, el tío
Jacobo. Esta es tía Natalia, y aquellos de allí son tus primos,
que se llaman los dos Sacha, y tu primita Catalina. Ahí tienes a toda
nuestra familia.
El abuelo se volvió entonces a ella.
-¿Cómo va, madre, estás buena?