El tiempo se había despejado; desde la mañana
hasta la noche permanecía yo con mi abuela sobre cubierta, bajo el cielo
transparente, entre las dos orillas del Volga, doradas por el otoño y
como recamadas de seda de colores. Sin prisa, batiendo perezosa y ruidosamente
con las paletas de las ruedas las olas del azul grisáceo, el vapor,
pintado de rojo vivo, con la chalupa al extremo del largo cable de remolque,
remonta la corriente. La chalupa gris parece materialmente una cucaracha
gigantesca. Imperceptiblemente, navega el sol por encima del Volga; de hora en
hora, todo cambia en el paisaje, todo es nuevo; las verdes montañas son
como abultadas bolsas en el suntuoso vestido de la tierra; en las orillas se
extienden ciudades y aldeas que, de lejos, parecen hechas de alajú; en el
agua flotan las doradas hojas del otoño.
-¡Mira que hermosural -dice la abuela a cada paso; va de
una borda a otra, y está radiante toda su cara, cuyos ojos, muy abiertos,
parecen como si quisieran aprisionar los magníficos cuadros del
paisaje.
No pocas veces, me olvida del todo, embebida en la admirable
vista que ofrecen las márgenes: cruzadas las manos sobre el pecho, sigue
risueña y callada en la borda del buque, y en sus ojos tiemblan
lágrimas. Yo le tiro del oscuro vestido estampado de flores.
-¿Qué hay? -pregunta, recobrándose-. Estoy
material-mente dormida, como si soñara.
-¿Y por qué lloras?