-De alegría, hijo mío, y de vejez -me dice
sonriendo- Porque yo ya soy vieja, ¿sabes? Ya llevo sesenta añitos
a la espalda.
Y después de tomar un polvito, empieza a contarme toda
clase de historias fantásticas de bandoleros generosos, de
ermitaños piadosos, de toda suerte de animales y de malignos poderes del
infierno. Narra misteriosamente, en voz baja, inclinándose sobre mi cara
y clavando en las mías sus grandes pupilas, como si quisiera infundir en
mi corazón una fuerza vivificante. Habla como si cantara, y cuanto
más avanza, más melodiosas me suenan sus palabras. Me produce el
oírlas un placer indescriptible. Escuchando su conversación, me
quedo como embelesado, y le suplico:
-Sigue contando.
-¿Más aún? pues escucha. Érase una
vez un duende, escondido en la chimenea del hogar, que se había clavado
un alfiler en la pata y andaba cojeando de un lado a otro y gimiendo:
"¡Ah, ratoncitos míos; me duele tantol ¡No puedo
soportarlo, ratoncitos míosl".
Al decir esto, levantó el pie, se lo sujetó con
las dos manos, lo movió de un lado a otro y contrajo la cara como si ella
misma sintiera el dolor.
En torno se hallaban unos marineros, hombres barbudos, de caras
bondadosas, escuchando, riendo, aplaudiendo y suplicando:
-Vamos, abuelita; cuenta algo más.
Y luego nos invitaron:
-Venid esta noche a cenar con nosotros.