Yo me debí de quedar dormido en mi rincón, porque
no recuerdo nada más de los sucesos de aquel día.
Otro cuadro de recuerdos que tengo grabado en la memoria es el
de un día lluvioso y un lugar yermo, en el camposanto; estoy en un
altozano resbaladizo, y miro el hoyo al que han bajado el ataúd de mi
padre; en el fondo del hoyo hay mucha agua.
Junto a la fosa, a mi lado, se hallan la abuela, el
policía, que está empapado y dos hombres con palas, que
refunfuñan. Una lluvia caliente, fina como menudas perlas de vidrio, se
cierne sobre nosotros.
-Llenad ya el hoyo -dice el policía; y se aleja.
La abuela lloraba y se tapaba la cara con un pico del
pañuelo de la cabeza. Los dos hombres se inclinaron y, presurosos, se
pusieron a echar tierra en el hoyo. El agua subía glogloteando.
-Vámonos -dijo la abuela, agarrándome del hombro;
pero yo me desasí de ella, porque quería quedarme
todavía.
-Pero ¡qué muchacho éste, Dios míol
-exclamó ella en un tono, que no se sabía si se quejaba de
mí o de su Dios.
Largo rato permaneció allí, cabizbaja, en
silencio; la fosa estaba ya llena hasta el borde, y ella seguía sin
moverse.
Los dos hombres dieron unos recios golpes en la tierra con las
palas; se levantó un aire fuerte y aventó la lluvia. La abuela me
tomó de la mano y me llevó a la iglesia, que estaba algo apartada,
entre las oscuras cruces, muy apiñadas, de las sepulturas.