Corrí hacia la puerta, que no se abrió, pues el
pomo de latón no se podía mover. Tomé una botella llena de
leche, y, con toda mi fuerza, golpeé el pomo. La botella se hizo pedazos
y el líquido se derramó sobre mis piernas y se me metió en
las botas.
Amargado por mi fracaso, me recosté en los paquetes,
empecé a llorar bajo y me quedé dormido en medio de mi
aflicción.
Cuando desperté, el vapor seguía cabeceando y
temblando, y la portilla del camarote relucía como el sol. A mi lado
estaba sentada la abuela, que se peinaba, arrugando la frente y sin dejar de
mascullar algo. Tenía el pelo muy largo y espeso, negro, con reflejos
azules; caíale sobre los hombros, el pecho y las rodillas, y le llegaba
hasta el suelo. Con una mano lo levantaba, lo sostenía como si lo
sopesara, y, con un peine de madera arreglaba, no sin trabajo, las gruesas
trenzas; sus labios se contraían, sus oscuros ojos relucían de
enojo y su cara parecía muy pequeña y ridícula en aquella
negra oleada de pelo.
Aquel día me pareció muy mala; pero cuando le
pregunté cómo era que tenía el pelo tan largo, me dijo en
el mismo tono cálido y suave del día anterior:
-Dios, para castigarme, ha dejado que me crezca tanto. En
castigo de mis pecados, tengo que sufrir la tortura de peinarme. Cuando era
joven, blasonaba de mis largas trenzas, y hoy las maldigo. Pero duérmete,
niño, que todavía es temprano. Acaba de salir el sol.
-No puedo dormir más.