-Y tú, ¿por qué no lloras? -me
preguntó, cuando hubimos salido del cementerio-. Deberías llorar
un poquito.
-No tengo gana -respondí.
-Bueno, si no tienes gana, déjalo -me dijo en voz
baja.
De niño, lloraba yo muy rara vez, y sólo cuando
me sentía enfermo, nunca cuando experimentaba dolor; mi padre se
reía siempre de mi llanto, pero mi madre me gritaba:
-¡Cuidado como me lloresl
Luego nos fuimos en un coche, pasando entre casas de rojo
oscuro, por una calle ancha y muy sucia.
Unos días más tarde, mi abuela, mi madre y yo nos
desli-zábamos por una faja de agua muy ancha en la pequeña
cámara de un vapor; mi hermano Máximo, el recién nacido,
acababa de morir, y, envuelto en un sudario blanco y fajado con una cinta roja,
yacía sobre una mesa, en el rincón.
Yo me había encaramado sobre los bultos y baúles,
y miraba por la saliente y redonda portilla, que parecía ente-ramente un
ojo gigantesco de caballo.
Detrás de aquel cristal húmedo pasaba sin cesar
el agua, turbia y espumosa. De cuando en cuando, lamiendo el vidrio,
batía contra la portilla.
Involurrtariamente, salto al suelo.
-No tengas miedo -me dice la abuela, que me levanta
fácilmente con sus suaves manos y me vuelve a colocar sobre los
bultos.