De pronto, mi madre se endereza pesadamente, pero vuelve a
desplomarse en seguida y queda de boca, barriendo el suelo con la cabellera; se
cierran sus ojos, su pálido rostro toma un tinte azul, asoman los dientes
en una mueca, como los de mi padre, y, con voz espantosa exclama.
-¡Cierren la huertal... ¡Llévate a
Alexeil
La abuela me empuja a un lado, se abalanza hacia la puerta y
grita a los hombres:
-No tengáis miedo, hijos míos... No la
toquéis, por amor de Dios, y salid. No es el cólera... Son los
dolores... Tened compasión, buenas gentes.
Me escondí en el rincón más oscuro,
detrás de un arcón, y vi desde allí cómo mi madre,
suspirando y rechinando los dientes, se revolcaba en el suelo, en tanto que la
abuela, afanándose solícitamente a su alrededor, decía,
llena de bondad y de ánimo:
-¡En el nombre del Padre y del Hijol. .. Tómalo
con calma, Bárbara Variuscha... Santa Madre de Dios, abogada nuestra...
Yo estaba muerto de miedo; veía a aquella gente
asis-tiendo en el suelo a mi madre, muy cerca de mi padre; tropezaban con
él, gemían o gritaban, y mi padre permanecía inmóvil
y parecía reírse. Largo rato duró aquel ir y venir por el
suelo; mi madre seguía con sus intentos de levantarse para volver a caer;
la abuela salió de la alcoba disparada, como una bala grande, blanda y
negra, y luego sonó súbitamente en la oscuridad el grito de un
niño pequeño.
-¡Alabado sea el Señorl exclamó la abuela-.
¡Es un niñol
Y encendió una vela.